"EL anacentrista", novelita por entregas.




I


Recibí una carta esta mañana. La encontró mi madre tirada en la cochera de su casa donde yo había vivido la infancia, la adolescencia y, la juventud, a ratos hasta que me mudé a Puebla, y luego, a Xalapa, y luego a Dallas, y luego a no sé dónde. Tenía tiempo de no llamar a casa. Tampoco me había aparecido por allí desde hacía meses. Pasaba una temporada de esas que solía estancarme sentadito en alguna acera frente a la vida. No es que yo sea un escritor, nunca lo fui. Acaso nos podemos remontar a las temporaditas en las que estudiaba literatura; eran otros los ímpetus y la motivación me transformaban en una cabra loca. Lo mismo escribía poemas que ensayos sobre la realidad; alguna vez canciones y otras tantas sólo cartas, botellas echadas al mar, mensajitos cursis a gente en todo el puto continente. La carta era una respuesta inesperada ya. La desolación había clausurado toda ilusión juvenil. Estaba, en todo caso, en lo mío. Lo había olvidado todo. El tiempo había eliminado todo rapazmente y esa carta, dijera lo que dijera, me había robado un gesto risueño en medio del trance actual. La carta, no ésta, sino la manera de dejarse allí, había sido –parecía un olvido consciente- mi vehículo. Me escribía con Brigitte, le escribía a Juan, también dejaba en el correo postal largas charlas a Marlén. Pensaba en ellos como destinatarios de una tristeza insondable y llena de lugares comunes. Escribía cartas después de arribar a Guanajuato. Recuerdo el primer túnel, ése que lo deja a uno en los linderos de la ciudad. Esa frontera que seguramente Paco Aldebarán miraba con una profunda nostalgia antes de entrar a la vida cuevanense, antes de encontrar las ruinas. Desolado y abatido; azotado y terriblemente insufrible me paseaba con la mirada por los cerros, los letreros del número de habitantes, los afiches de festivales habidos allá. Me dejaba llevar cada abril, cada junio, cada verano hasta la parada en la que estaba cerca ya ese cafetín que me albergó muchos sábados de lágrimas contenidas por no sé qué frustración. La vida se veía, el futuro no. Escribía, de alguna manera, mis memorias allá. No guardé, -no lo comprendía- huella de eso. Regalaba mi vida vertida en escritura en aquellas misivas. Una construcción diletante, un maniquí que superaba a la vida. Un sufrido avatar casi increíble. Era yo un tipo atormentado por pendejadas. Era yo un ladrón de lamentos. Era yo un hijo sin hijos ni futuro. Me lamentaba del presente que ni siquiera atinaba a comprender. Era la carta entonces, mi vehículo, mi racimo trasnochado de ese encendido odio a la ciudad, a dos o tres personajes de allí, a los calabozos del pasado.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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