Bitácora de otra ciudad.



Ha muerto Daniel Sada. Lo he sabido la madrugada de anoche antes de dormir. Sospecho que hace unos días yo ya lo intuía. Había leído una reseña-reportaje sobre él en Gatopardo, una de las revistas que hasta este mes compraban aquí en el departamento. Era una suerte de despedida en la que apuntaban que Sada bailaba bien. También dejaban ver que estaba muy enfermo, aunque eso ya lo sabíamos. Comentaban cosas, recogían anécdotas. Me conmovía especialmente ésa que le atribuían a Espinasa, un formidable editor, dicho sea de paso. En éstas contaba que Sada le leía en una caseta de teléfono las cuartillas que hubiera escrito. Las vidas de los escritores-temerarias, de una temeridad extraña y rara, de un heroísmo más bien nebuloso pero siempre como para cimbrarlo a uno- son conmovedoras; unos modelos temibles de cualquier manera. Imagino al escritor con sus pantalones caqui, lejos de cuadrar con la moda, buscando yo qué sé, las historias en la central de abastos donde cargaba por las madrugadas, caminando como extranjero por una ciudad con destellos como los que uno encuentra aquí. 
Yo había leído algo de Sada en Puebla, en Profética, en esa biblioteca pública. No terminé aquella novelita en la que un ingeniero agrónomo se enamoraba de una muchacha con la que se encontró en el burdel del pueblo, a la que soñaba con rescatar -como muchos lo hacen cuando de eso se trata- de la vida nocturna. De aquella lectura, anoté esta frase en el cuaderno, era noviembre, era el dos mil diez: "Hay muchísimas muchachas bonitas y bondadosas; muy dóciles y nada paseadas". Me resultaba hilarante. La prosa enganchaba. Me terminaron sacando de la biblioteca porque debían cerrar. No era mérito mío, había dejado de leer en bibliotecas desde la universidad, pero el libro ése, decía lo que decía y me interesaba mucho cómo lo decía como para perderme un poco y hacer que el "chico perseve" que atendía ese lugar me exigiera abandonarlo. 
Hace días había muerto, también,  Tomás Segovia y lo dejé pasar en este blog. No mencioné que conozco a un ingeniero en sistemas, algo terco, que dejó su doctorado y las horas odiosas, muy odiosas tanto como redituables, por irse de poeta. Eso se lo atribuye a las charlas en el café con Tomás Segovia, a los gestos amables y a Anagnórisis. Yo, un poco de "Besos", algo más del "Ceremonial del moroso", siempre la vuelta a Poética y profética. A veces uno se pregunta cuánto mal puede hacer ese contagioso germen de la literatura, de la vida de animal literario, de la sensibilidad que cala hondo, lo suficiente como para optar, se tengan o no otras opciones, por esta bailarina más bien huidiza, algo difícil, muy restrictiva.
La tarde que murió la recuerdo porque era lunes y yo regresaba de una reunión en la que me habían apaleado por un texto casi pasional y febril que presenté; debía ser con tono neutro y con datos precisos y, decía mi revisor, conciso. Yo, como lo que me sucede cuando me prendo de un autor, de algún tema, de una de sus ideas, le puse lo que traigo y me desbordé tanto con lo que decía como con la manera en que lo escribí. Me habían regresado. Estas cosas las aprendo calibrando de a poco, como siempre, como cuando salí apenas del problema con la maestra soviética aquélla que me andaba sacando de la carrera, un trance en el que aprendí sin premeditación, me enseñé a resistir y a agachar la cabeza y quizá fue donde me fui construyendo esta manera algo analítica de verlo todo. Fue un curso de argumentación, de derecho y de tragarse las palabras; de aguantar vara y de dar cuenta de lo solo que está uno siempre (no digo que fuera un abandonado. Esos días Fátima tuvo una paciencia de cancerbero en madrugada, Juan un apego entrañable y hasta Elba estuvo cerca, pero ellos no eran el centro de una granada a punto de explotar, nunca lo podrían ser). También fue un aprendizaje, por vía larga, ante la potencial muralla de frustración a la que se puede enfrentar uno. Las anoto negociando conmigo mismo.
Me volvió a suceder aquella mañana de mayo cuando volvía de la Huasteca: un viaje entrañable en el que Cuchín, amigo de la infancia, condujo pinche mil horas de carretera sin descansar, casi empecinado en mantener el control. Allá, nadé desnudo en estanques de agua azulada, organizamos asados con los amigos de secundaria, caminamos como chiquillos, enlodados por ahí y por allá, dormimos casi arremolinados en una sola casa de campaña porque la lluvia destrozó la otra que llevábamos, resistimos a una noche de tinieblas como las de Conrad y, creo, megalománamente -lo figuro en medio de whiskyes, cansancio insondable y muchas ganas de charlar al rededor de una fogata, el último día de la aventura en el que ya los demás dormían y yo hacía mal tercio- unía a la pareja que formarían Luis y Adriana. Lo digo porque cargo cierta responsabilidad por orillar a otros a animarse a algo, a perseguir lo que parecen querer y así fue. No sé si me invitarán a la boda, pero he sabido que se comprometieron hace meses. Un juvenil viaje de despedida de los chicos veinteañeros que somos hasta este año, una amalgama de abrazos, miradas sinceras, charlas risueñas y mucho tiempo juntos.
Al regreso de ese viaje yo tenía un examen. Lo reprobé. Sospecho que el profesor, que me veía -como mucha gente-trasunto de amenaza y de conflicto, se sorprendió al ver que mi actitud era de chico que quería entender, que deseaba saber cómo hacer, que fundaba su preocupación por encontrar la fórmula, la llave para abrir las diferentes bisagras que me hacían falta. Le dije, muy dispuesto -por fin había encontrado el tono que fuera rígido pero no insolente, ese aire de discípulo que nunca le pude demostrar a la rusa cuando le preguntaba lo mismo pero, creo, con aire de reclamo que me era inevitable-, "dime qué debo hacer. Yo lo hago". Y así fue. Me esforcé no por imponer mi capricho, mi estilo o lo que yo supiera hacer sino en abrir las posibilidades de tono, voz e información, en suma, de las maneras de ver las cosas. No fue mucho problema, la disposición era lo único que tenía, con eso bastó. El profesor no me perdonó los puntos menos de un examen fallido, pero reconocí que podía moverme por las vías que me mostraran, los estilos o las maneras.  Me enteré de lo eficaz que podía ser siguiendo instrucciones. Sonreía al recordar la caída estrepitosa de una de mis amigas cuando intentaba tirarse a una laguna desde un muelle construido para eso. Salía de cualquier empacho existencial con una carcajada al ver una foto que se tomó en el preciso momento del vertiginoso vuelo que sacudía nuestro medio día. Simplemente dejé de hacerla de pedo y me puse a hacer lo que me pedían. 
Esa tarde de lunes me detuve un poco, Segovia era un ejemplo del que hace las cosas a su manera y se sale con la suya. Pero visto con distancia, se sale con la suya porque toma en cuenta lo que debe hacer. Hace lo que quiere porque ya había hecho lo que no quería para aprender en positivo lo que sí. El descaro y la libertad, la sensualidad y la fuerza, la furiosa cachondería de los sonetos votivos iluminó esa tarde. Recité varios poemas susurrando un poco, la autoestima a la altura de la mirada de una hormiga, la pérdida de estos forjadores de la educación sentimental, el pensamiento proyectado hacia otros con los que compartía el gusto por eso; una llamada de reclamo por cosas pasadas en la que una ex novia me acusaba de ser desleal, no era la primera ocasión que discutíamos el tema. No me cansaré de recordarle que nunca quise ser su enemigo-aunque no lo intento mucho ya-, que no pude hacer más por ella de lo que hice y que no pudo ver nunca, que quizá ella dejaba de ver fácilmente que, a pesar de que yo sabía que lo atropellaría todo con tal de conseguir siempre sus objetivos aun a mí, siempre estuve allí, a la postre casi como un puto mueble, pero intenté ser leal, no un enemigo. No creo que lo entienda, no creo que su manera de imitar a su madre cuando se enfurece y chantajea la dejen mirar que no, que lo menos que podía hacer ella sería dejar de pensarme como un chingado traidor. También abonaba a la tarde una llamada de atención de un amigo respecto de lo que digo o hago aquí -me pedía, como familia, que me cuidara más, que nos cuidara más-. Me sentía en un punto antes de ser tragado por una borrasca. 
Una tarde algo ansiosa más que digna de lamento, un inicio de semana que venía bien para los días de bonanza. Una ligera angustia por hacerme responsable, que me orillara a ponerle plomo a lo que hago, a dejar de conservar la calma. Se me estaban soltando los cabos, hacía pasar los días con un horario más bien de burócrata en pontificado, veía transcurrir las horas sin libros leídos, sin textos escritos. No es que crea que hay una labor de abeja en esto que hago, pero veía que estaba con ritmo de velero cuando la finitud y el vértigo del propio tiempo, de la ciudad, de la vida que me toca me estaban dejando atrás. Y esa llamada de atención se repite cada muerte, cada visita, cada charla con estos que me miran y que ayudan a que yo deje de mirarme anarcisado y anestesiado para ser un agradecido como ese viernes en medio de ya viejos amigos comía los hot dogs del ensayista y escuchaba consejos, recibía libros, sonreía a la par de los comentarios divertidos. 
Es sábado, ha muerto Segovia, ha muerto Sada, también el secretario de gobernación en turno. Es fin de semana y me repongo de una desvelada coqueta. La fiesta cumbianchera celebraba a un colega en su departamento, ahí por Reforma donde había paseado en la tarde porque Javier me había llamado esa mañana invitándome a comer. Me contó que se había encontrado con su amigo José Alberto, un nativo de Córdoba, Argentina, un trashumante que nos invitó a un lugar de asados y comida tradicional del cono sur, Debriche, creo que se llama. Inoperante en estos asuntos, pero dispuesto troglodita de lo caro, y lo costoso y el lujo cultural de una comida extranjera que no sea la china o lo sopes de por acá, me entregué a las recomendaciones.
Me decía Javier que he escrito poco. Se mostraba curioso por saber cómo estoy, en dónde estoy, si escribo o no, qué escribo. Me decía que notaba el aire de cambio de mis últimas crónicas, me lo decía cuando paseábamos por Reforma, cerca del Ángel de la Independencia. Lo debatíamos mientras yo reculaba en la visita de hace unas semanas de mi madre. Quizá debí responder que me había entretenido con la conclusión de la tesis que no podré coronar debido a un problema con la administración de la Benemérita pues no acepta una posible bilocación en la que yo cursaba dos materias allí, en Puebla, y otras dos en San Luis. Le conté sobre eso. Le dije que había ido a Puebla, un par de veces, una para recoger un cheque, encontrarme con Alí y con Damiana.
Supo que estaba listo para la titulación de maestría pero que tenía que pagar derecho de piso por haberme ido a otro lugar. Tenía cuentas pendientes, otra vez, con eso de salirme por mi camino. Lo puse al día acerca de lo que sabía de los amigos, pasamos algunas cuadras, cruzamos insurgentes y le seguí diciendo cosas. Continué enlistando las cosas, respondía que no había tantas ganas de volver ni mucha nostalgia por lo que había dejado, no porque lo pudiera olvidar en poco tiempo -yo no olvido-, sino porque quizá estaba poniéndome responsable y asumía lo que me tocaba.  Que echaba de menos la casa de mi madre, pero como se extraña esas cosas a donde no se termina por volver debido a lo mismo, una fórmula de acción reacción que quizá también me estaba funcionando con las otras cosas en las que podría pensar para querer aparecerme cerca del Bajío. Estaba aquí como antes estuve en Puebla, o en San Luis, o en Irapuato también y no tenía empachos con eso de entregarme a lo que se me ponía enfrente o frente a lo que estaba yo. La nostalgia lo acompaña a uno a donde quiera que se logre mover. Sigo pensando en alguien cuando paso por las oficinas de aeroméxico, frente a los aeropuertos, pero todo pasa. Sospecho que uno es contingente de ese sentimiento, lo sigue a donde sea.Acumulo notas mentales sobre Raúl Zárate al que busco dedicarle un poco esta vida que transito.Camino por la ciudad, le dije, marco las rutas e indago hacia dónde ir, no dejo de pensar en las cartas que he de escribirle, fanfarroneé, qué le gustaría visitar a esa chica de mis sueños que nunca dirá que sí, dónde le he de comprar el café a los colegas de la Fundación, por qué calle está la casa de Agustín Lara que me dijo Pável que tenía, en cuál avenida fue donde vivió Burroughs o el Vate Frías, de La bohemia de la muerte, en qué edificio dice que vivió mi mamá.
Hacía unos días mi madre había amanecido acá. Caminamos por ahí también, paseamos con aire cansino y charlábamos. Nos decíamos poco, nos conteníamos porque había un aire de fascinación por un pasado que yo no conozco, que mi madre apenas recuerda. Algunas veces llegamos a Guanajuato, por motivos diversos y rondamos por la ciudad también pero no la había sentido tan acomodada, tan contenta, sutilmente vivaz. De hecho, la sentía temerosa en esas ocasiones pero ahora no. Una paradoja que no me cabía en la cabeza cuando el ritmo defeño lo marcaban los autos casi salvajes intentado alcanzar el verde de los semáforos. Pero estaba tranquila y nos hicimos de un café, luego caminamos a su cita, que duró muy poco. Tomamos una ruta que apuntará rumbo al centro y buscamos, casi sin prisa, dónde desayunar, también un váter.
Me envió el mensaje que habíamos acordado a eso de las seis de la mañana. Yo salía ya de echarme un regaderazo, no hacía tanto frío matinal como el que sugería la noche anterior, como el que imaginé, con el que casi temeroso pensaba iba a enfrentarme cuando caminara la ciudad casi rosa, casi en fast camera. Se me mostraba alargada, con destellos y una arboleda sombría. Revisé en los mapas de internet y apunté mi ruta como aquella primera ocasión en la que Gina me anotó las estaciones de metro para que yo pudiera llegar a salvo a la Terminal del norte, como cuando uno va revisando tercamente, cada estación, las estaciones que le restan para llegar al destino premeditado.
Me mimetizo. Sin saberlo obtengo ese pasaporte capitalino. Soy otro de aquí, me imbuyo, paneo un poco, coloco la mirada en cosas muy de aquí, olfateo los puestos de tacos, pido a los meseros con el mínimo gesto por debajo de lo amable para llamar la atención. Pago rápido de un dinero que saco de la bolsa de los jeans. He dejado de usar cartera, cargo lo elemental y sostengo musicalmente un ritmo de ciudad. Javier lo ha notado, mi madre también. Voy al teatro como ir a misa, asumo mi lugar en este sitio y hablo de rubias noveladas, sueño con esas historias de amor que más bien son de las consecuencias de aquéllo, habito este sitio, aprendo a hacerlo, me dejo seducir por esta ciudad que parece decirme alguna mañana cualquiera, al amanecer del ruido, como alguna chica ha dicho con sus labios risueños y sugerentes, no eres tan ñoño como dices. 

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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