México, D. F. 5 de
agosto de 2012.
Colonia Roma
Querida Lola,
Me he propuesto escribir una suerte de notas inútiles, a diario, como si dejarlas atestiguara la vida, como si mantenerlas les insuflara un "posiblemente será parte de otra cosa", como si mi vida fuera tan importante como para ir escribiéndola a retazos.
He decidido esto. Es un ejercicio de escritura. La escritura automática,
con la reserva que merece el término, me seduce. Me interesa tirar y tirar de
ese hilo de la memoria y de las asociaciones, de las palabras que llevan a otra
cosa. Romper el cuento para armarlo por la sintaxis.
Siempre me instalé en la prosa realista, en la que cuenta como se sabe
que se cuenta. Me fascina que la narración ilumine, diga. Una lectura. No un
rompecabezas, esa meta o algo para armar con aprietos. Sin embargo, encuentro
un placer ominoso en recortar y pegar, en decir y no decir, en juguetear con la
yegua indomable de la sintaxis.
Me divierto y reto a mis recursos; me reto a mí, me sobrevuelo o me
sobrepaso. Narrar tradicionalmente sugiere un engolosinamiento. Narrar a
pedazos, creo, me muestra la manera de desaparecer.
Escribir ferozmente le resta tiempo a muchas otras cosas, pero el tiempo
que tengo en estos meses no es para esas otras cosas, es para escribir. Escribo,
entonces, lo que puedo, como siempre, afinando los detalles, horadando en los
temas, liberando los fondos proscritos, buscando, invocando, rogando por la voz
propia.
He estado en Irapuato.
Llamé a Atala. Se me mostró esquiva.
No insistí. Traté de sacarle un ¿cuándo nos vemos?
En lugar de eso, me dijo,
̶ te recuerdo con mucho cariño.
No supe cómo leerlo. Tampoco me perturba tanto. La quería ver porque
también me gusta verla. Su hiperactividad me reanima. Entiendo que las vidas
sigan rodando mientras uno no está.
Hay quienes, como todos los mitos que hay allí, dicen que es una
ignorante. A mí no me lo parece, sólo no le interesa mucho lo que los cultos
del pueblo piensan que es importante saber. También pienso que no tiene sentido
desear que todo mundo sea muy letrado, que no haya frivolidad.
Especulé.
¿Le habrán dicho que escribí lo que pensaba de Zetina hace un par de
años?
Lo vi parapetado en el ambón de la cámara de diputados. Seguro nadie
leyó el artículo. Pero la imagen de ese muchacho intentando, petardeando, un
discurso como una suerte de robot mal programado me dejó sorprendido. Ése era
el centro del texto. La caricatura de aquel que quiere decir pero no sabe cómo.
En el debate por la presidencia municipal –lo transmitieron vía twitter los “jóvenes en acción” o algo
así–, lo vi de nuevo. Igual que hace dos años.
A mí la palabra me importa. La manera de decirla, las posturas, el
diafragma contraído, la profundidad fisiológica al hablar. Supongo que me hará
tragarme las palabras y, en algún momento, será un gran orador.
Parece que me pongo estricto. Yo que no pronuncio correctamente las
palabras con “erre” intervocálica; yo que maldigo como en oferta. Yo que sólo
hablo de literatura y no tengo ni puta idea de la vida sino es poética o con
destellos románticos. Pero la paja en el ojo es derecho de todos.
Pensé en que había hecho mal. Escribir compromete, pero no perpetúa. La
escritura la concibo como un blanco
móvil. Quizá remo mal. Escojo el camino que no resuelve, que no consigna. Lo he
notado antes. Mi manera de ver las cosas no es una flecha; me interesa más ir
tensando el arco, como recomendaba el socarrón Alí Chumacero. Soy ambiguo, como
la de “ojos de papel volando” que a todos dice que sí pero no dice para cuándo.
Así no sirvo.
Si es cierto que anda apoyándolo, valí madres.
Pienso.
Un cabrón me dijo hace unos cuantos días que ella y yo anduvimos. Me
dijo algo que yo no sabía. Me sorprendió. Me cimbró saber el chisme de muchos
en ciudad pequeña. Me hizo pensar esa manera misógina de mitificar las cosas. Todos
lo hacemos. Sólo que me ladeo cuando yo soy parte de esa paja en ojo ajeno.
Hay mitos.
Entre las charlas me quedo callado.
Me entero de cosas inverosímiles.
No fui con Raúl.
Mi hermano había ido hace poco tiempo. No sé cómo pierdo tantos días en
pendejadas: Perseguí a una morra que no me quiso ver. Mi destino de personaje
de Juan Marsé, el perdedor, me jaló el grillete. Iba esencialmente a visitar a
Raúl y a mis hermanos. Vi a mis hermanos. Son muy trabajadores. A Raúl, no.
Venía de León algo desencajado y pasé
a comprarme unos cigarros. Me encontré con Javier y María Luisa. Me invitaron a
desayunar. Acepté un jugo y un café. Nos contamos cosas. Ellos, al tope de
trabajo. A María Luisa la vi delgada y muy linda. Imagino que muy enamorada,
así se ven las mujeres cuando los besos alimentan la mañana. Javier cargaba un
portafolio con los pendientes. Desayunó poco.
Hablé mucho. Les conté que tenía menos días de los que en realidad había
pasado ya en Irapuato. Desconté automáticamente dos. Los había pasado en
Guanajuato. Comí con Beto, un amigo del seminario que reencontré hace unas
semanas. Él me dio asilo al menos dos años en la universidad. Luego me fui de
su casa porque me quería evangelizar. También, creo, ya era tiempo. No quería
comenzar a ser un estorbo. No recordaba que durante esos meses, en Marfil,
dormí en el suelo. Era muy joven. Lo aguantaba todo. Puedo decir que me
aflojaron en terracería.
Les conté que venía de Pachuca. Vengo del encuentro de ensayistas, dije.
Estuve en el hotel Emily, le coqueteé a una recepcionista que sufría gripa, sin
éxito. Leí ante un público selecto y bien escogido, diría el “Carero Vázquez”
algo sobre mis primeros encuentros con la literatura. Lo demás fue escuchar a
muchos que lo saben todo. Bebí con Anuar, un amigo. Ahora está como editor ahí
en la Universidad de Guanajuato. Bebimos como salvajes. Me dijo que
dejaría la burocracia. Va al doctorado que yo, de alguna forma, he rechazado
por quedarme en el D. F.
Volví de Pachuca a sentarme en un vagón, en una sala de espera, en
Irapuato. Me senté varios días en el café de Luis. Ahí vi Ágora. Escuché dos comentarios de la revista. Dos viejos se
sentaron a mi lado. Cogieron un ejemplar cada uno y apuntaron: está buena. Trae
cosas de Irapuato antiguo. A la gente del pueblo lo único que le interesa es
que se hable del pasado. Un pretérito monolítico que me da la impresión de ser
un invento, una quimera.
Platiqué con Miguel, otro intelectual de provincia, solitario.
No les alcancé a contar una manera patética de pasar el domingo:
sentarse a esperar en un Mc donal´s. Aguardar a que una linda muchacha me diga,
no eres tú, soy yo. Qué crueldad hubiera sido después de que los vi tan
dichosos.
En la Fundación todos están
relajados. Hoy estamos varios. Luis Flores, poeta, se fue hace unos minutos. Cantaba
sus rimas como flautista de Hamelín. Rodrigo, ensayista, llegó apenas. Vuelve
de comer, llegó de Rusia ayer. Eleonora, teatrera, ve películas para ilustrarse
un poco sobre su próxima obra. Mariana, Luisa y Fabiola, ronronean, gritan a
ratos, escriben algo. Mario Conde, al fondo, hace versos con sabor a siglo de
oro.
Aún se siente el sol de la tarde larga.
Releo La ciudad y los perros de Vargas llosa. Planeo una reseña sobre Canción de tumba, de Herbert. Reviso
unos cuentos que había olvidado. Juan Vicente Melo es un chingón. Leo "La
noche", "El sueño de la mariposa", "Música de Cámara".
Me ha fascinado esa prosa delirante y esmerilada.
Leo una correspondencia de Lowry, meteórica. Furioso y veloz.
En breve te envío lo de Carlos Fuentes.
Ya decidí dónde termina, dónde empieza. Traía hecho pelotas ese texto porque de
pronto me sedujo la idea de los chismes. Pero creo que mi idea inicial, después
de revisar el que publicaste en este número que circula, ya hace olvidable
alguna de la información que tenía planeado incluir.
Es posible que haya retardado el
final de esta carta por algo. Hace unas horas ha muerto Chavela Vargas. Chavela
con “v”, nomás por chingar, decía ella. Escucho “Vámonos”. Pienso en alguien.
Pienso en ese sábado nublado en Tepoztlán, hace un poco más de un mes: el día
que no la conocí. Ese día no nos recibió, como te dije en mi otra carta. Sentía
mal. Pero ya sabes el cuerpo obedece al alma. Los impulsos sobrehumanos están
en el corazón, en la testaruda trucha, pulpa roja. Dijo que quería despedirse
de García Lorca. Faltaban unos días para ir a España. No podía morirse, sus últimas
voluntades en entredicho. Dedicó el disco al poeta en Nueva York, lo presentó un
domingo, con jorongo y Palacio lleno, y fue a despedirse a la residencia de
estudiantes.
Pero lo supe. Algo
había dejado de funcionar.
Tuve pesadillas, Lola. Toda la noche
fue un desbarrancadero. Desperté, como los últimos días he despertado,
catatónico. Pensé que estaba deprimido. Quizá era así. Pero no quería, pienso
en una metáfora, que fueran los meseros quienes me dijeran que mi cita me había
dejado plantado. Quería dejar de esperar.
Yiyi llamó al medio día. Buscaba a
Pável. Quería hablar con alguien, me dijo.
–
¡Qué bueno encontrarte, qué bueno poder
decírtelo!, María Cortina me llamó. Hoy muere Chavela Vargas, me ha dicho.
Unos minutos
después, en algún periódico, lo anunciaron. Yiyi lo sabía por eso su tono suplicante.
Por eso había llamado. Pável y Yiyi
tuvieron ese ambiguo privilegio de ver por última vez a la Llorona en la quinta
Monina, debajo del volcán.
Un abrazo, LF
0 Escrúpulos y jaculatorias.:
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