Llueve
menos y Barcelona está más visible desde la ventana. Algo de brisa se exhala
desde este balcón y la noche llega hasta los párpados. Ayer cuando llegamos, fuimos
a cenar. Nos costó trabajo darnos a entender o que, al menos, nos hicieran caso.
Se nos nota, eso parece, que no somos de aquí.
También, yo lo atribuyo a que,
anoche que caminábamos somnolientos, sentimos el extravío de las horas y nos
mareaba, era normal, la geografía. Habíamos pensado un viaje, pero ahora lo
habitábamos. Era necesario, digámoslo así, aclimatarse para rodar.
No sé cómo hacer crónica de un viaje.Ocurre que esto sucede, dice Gil de Biedma.
No sé cómo hacer crónica de un viaje.Ocurre que esto sucede, dice Gil de Biedma.
Ya no brindábamos en el Aeropuerto. No es
México, como hacía unas horas cuando nos encontramos los compañeros de viaje,
en la sala 2, cerca de alguna casa de cambio, con las mochilas en la espalda,
algo tensos, revisando si traíamos o no el pasaporte. Ya me había tenido que
olvidar de hacer pagos con tarjetas bancarias porque cuando di aviso a los
bancos, unos minutos antes de subirnos al avión, se convirtió en un fracaso
burocrático. Me habría de restringir entonces a los billetes que traía en la
bolsa izquierda. La decisión, luego de comprar en el dutty free un par de botellas de tequila para los amigos en Europa,
y de renunciar al cuarto intento con Bancomer, fue que no invertiría dinero en
recuerditos sino en comida.
Ya
había pasado el primer vuelo, la cena, el desayuno, las ganas de dormir, y las
divertidas páginas del Seductor de la
patria que yo llevé para leer un poco el trayecto; el susto del despegue,
arremolinarse en los asientos, mirar ciudades miniatura por las ventanillas. Después
de trasladarnos, ahí en el Aeropuerto de Barajas, de una a otra terminal, de
esperar un par de horas el abordaje del siguiente vuelo, de algunas fotos bajo
esa arquitectura como de olas amarillas y de espacios amplios y de cordilleras
alargadas, al fondo, todavía nevadas, cuando llegara a Barcelona, contagiado
por el entusiasmo de Santa Anna en alguna cena descrita en la novela, buscaría botellas de vino Catalunya para darle
o no la razón al personaje de Serna que, afirma, es el mejor vino de la comarca.
Ahora,
no sabemos dónde carajos está cualquier cosa. La primera noche un joven de
aspecto asiático nos atendió. Tomaba las órdenes con la memoria de un pez, pero
sonreía, y eso fue suficiente. Comimos bocadillos, lo único que se come por acá
‒de eso
me daré cuenta conforme pasen los días‒ y
cerveza Estrella, que no ha venido nada mal para animarnos; ya por morir de
inanición y destruidos por las más de doce horas de viaje que nos ha costado
llegar hasta aquí, nos descubrimos envueltos sorpresivamente en una bulla,
consecuencia directa de la cena y la cerveza. Hacían falta los alcaloides y el alimento.
Buscábamos
una fuente mágica o algo así. Nos recomendó la casera que visitáramos tal lugar
porque sólo el fin de semana hay oportunidad de verla encendida. Era sábado.
Llovía. No dimos con el monumento pero caminamos hacia algo conocido como Plaza
Espanya. Salir del metro, ver la calle mojada como piel exuberante, tan
esplendorosa. Perderse sin temor. Luego, un palacio, una glorieta. Ha llovido
toda la tarde en Barcelona y así, no sé bien cómo, las luces amarillentas
parecen caer sobre una ciudad más limpia o más nítida o más fotografiable. En
la rotonda, un monumento que no tuve el cuidado de ver, pero era algo de
escultura renacentista, imagino. A un costado, la antigua plaza de toros convertida
en un centro comercial. Se puede leer en la altura del edificio como coliseo,
en letras iluminadas con neón rojo: Arena.
Transitan
los autobuses como en las películas, la luz interior permite distinguir a los
pasajeros vestidos europeamente, como puedo imaginar esa escena de Amor, curiosidad, prozac y dudas en la
que, muy de madrugada, en los asientos del bus que recorre la ciudad hasta Sants,
cerca de la Plaza Espanya precisamente, una de las mujeres de las que escribe
Lucía Etxchebarría, Cristina, la más chica, de la que menos se espera, abre el
capítulo describiendo cómo los hombres, por decirlo de algún modo, son de dos
clases: los que la quieren meter; y los que la quieren meter y te dan los
buenos días. Discute con su amiga respecto de la vida o de felaciones, de las
expectativas que pesan sobre ella y de lo poco que le importa, y de que por eso
pasea de noche, vive en una chambrita y trabaja en bares a pesar de que podría
dar clases o buscarse un empleo coherente con sus estudios para buscarse el
porvenir que tranquilice a su madre, como el de sus hermanas: una ejecutiva y
la otra bien casada, dice la historia.
Estábamos al otro lado del mundo. Parecía algo inimaginable pero, también, conforme los minutos transcurrieron, me fui habituando, como si no fuera la primera vez que estaba aquí o como si las cosas, más que sorprenderme, me dieran la bienvenida y lo sintiera como un sitio conocido.
Me lo apropiaba vertiginosamente y
sentía la cosquilla de lo nuevo, la adrenalina de la inmensidad, de estar, bajo
la lluvia, en una película o en una novela o en algo ficticio.
Era algún
personaje de Ray Lóriga. Como en caídos
del cielo no sabía a dónde me iba a llevar el próximo paso.
Se
puede caminar la plaza de noche. Hay escaleras eléctricas en medio de jardines,
falderos de una colina que corona el edificio del Centro de arte contemporáneo
de Barcelona. Llovía y se nos iba mojando la ropa de a poco, pero no pensamos
nunca en escondernos. Sólo Abril debió meterse detrás de unos pinos para orinar
porque no había dónde. Dicen que las urgencias acomodan las prioridades.
Pareciera su costumbre. No era la primera vez que busca desinflamar la vejiga
en público. La plaza, flanqueada por dos torres, es una avenida hacia un antiguo
palacio, o lo que parece un palacio; una mañana de otro día pasaremos por ahí y
apenas la reconoceré; de noche es bella y, bajo la lluvia, parece otra cosa y
otra época.
Pero
esta noche estamos estupefactos. Hemos cruzado el Atlántico; luego, media
España para estar ahí y ver lo que nuestros ojos ven, que quizá es nada, pero
esa nada, también es otra cosa. Es Barcelona de noche y, al escribirlo, siento
la comezón del ansioso novio primerizo que piensa en lo que piensan los que
aman: con ansiedad y pasmo el cuerpo responde a este estímulo. Subimos la
cordillera de escaleras eléctricas para llegar al alféizar de ese palacio. Canturreamos
cosas, algo que Queen interpretara en el 92 junto a Montserrat Caballe, hablamos
de lo sabrosa que ha estado la cena en ese Museo del jamón, notamos la
increíble descarga que nos ha encendido al beber cañas.
Yo
camino al lado de Abril y de Diana. Sienten frío pero siguen sonrientes.
Caminamos como si camináramos sobre otro planeta, lentos, con miedo a tropezar,
con la necesidad de hacer cuadros inolvidables de lo que sea aunque mucho esté
condenado al olvido. Pasarán los días y se superpondrán tantas imágenes que
será difícil recordar que esa noche, por ejemplo, hay un grupo de jóvenes
agitanados.
Celebran algún cumpleaños y gritonean mientras se acomodan para
hacerse fotos. Vienen en autos y en vespas, como en Últimas tardes con Teresa. Me siento en esas noches, cuando décadas
atrás, la juventud fue acrisolada en una historia de desengaño como ésa, la del
Pijoaparte. Marsé hablaba de rubias comprometidas con la causa, de estudiantes
con consignas, de una generación que siempre tuvo fiesta y motos y cañas. Hay,
también, un par de hombres que beben en una banca. Están a tiro de piedra de
donde caminamos, de las luces y del barullo que se percibe mientras ascendemos.
Esta
noche que paseamos nosotros se aplaude una fiesta a todo lujo. Ya es tarde para
guardar las formas, pero los vestidos y las mujeres que los lucen tienen un
porte de lollobrígidez holliwoodense. Los trajes y las corbatas de ellos lucen
impecables aun en el desparpajo de chocar las copas y reír estruendosamente
mientras alguna de las jóvenes se escabulle hacia el pretil de canto, abre los
brazos e imita a Rose y a Jack en Titanic
y pronuncia, catalanamente, ¡Soy el rey del mundo!
Se
puede imaginar que esas zapatillas, ahora entre los dedos índice y medio de las
manos embellecidas para esta noche, y que hace un rato anudaron alrededor de
los tobillos de aristócrata, se consiguen en alguna boutique del Paseigg de
Gràcia que recorreremos días después y que, a mí, me dejará fascinado. Todo va
tan de prisa que casi no puedo respirar cuando lo cuento.
En
un vagón de metro, a la vuelta, se nos ve lo mexicanos. Yo todavía no saco
algún libro en cada trayecto, como acostumbro en el Distrito Federal. Lo haré
después, cada que viajamos de un lugar a otro. Pero esta noche pueblo la mirada
de la jerga que se traen casi todos en cada sala de espera. Nos restan algunas
estaciones hasta Sant Pau; no es lejos, pero es el tiempo suficiente para notar
que hay algo de marcha, que le
llaman. En torno a algunos pasamanos aguardan su destino los abrigos y las
muecas de los que se enamora uno nomás de ver.
Para
llegar al Gaudí BB, donde dormiremos, hay que ir de espaldas al mar, cuesta
arriba, nos han dicho, en la carrer de Roselló.
Sé
que al llegar a Barcelona queda menos tiempo. Toco todo por todas partes como
se toca algo a donde ya nunca se va a volver. Hemos llegado en el ocaso.
Oscureció en cuatro cuadras que recorrimos. Eso sucedió hace un rato cuando
salimos del subterráneo con la incertidumbre tierna de quien asiste a su
primera cita. Ahora, más noche, volvemos tan seguros como para notar qué se
vende en los establecimientos cercanos al edificio que ya guarda nuestras
maletas.
Conseguí
un par de botellas de vino a dos euros cada una en la tienda de abarrotes. Es
Catalunya y le doy la razón a Santa Anna. Esa noche todavía no imagino que
visitaré el Expiatorio de la Sagrada Familia ni que el recuerdo de Gaudí en Capadocia me invadirá. O que Comprobaré
lo curvilíneo y lo volcánico de los altares y recorreré las catorce estaciones
de un viacrucis empotrado como una corona de espinas alrededor del edificio con
mi propia ofuscación, debido al vino de la noche, como si trajera el sol
canicular clavado en las sienes. Podré sentirme, un momento, en otro sitio, en
un santuario. Podré suponer a Juan Goytisolo imaginando al eremita Gaudí
deslumbrado por Turquía, como ahora yo por Barcelona.
No
imagino tampoco que me derrumbaré en una banca a escribir. Mientras guardo
silencio y simulo un gesto de beatitud evoco la noche anterior cuando bebimos
cañas y vino y nos pusimos beodísimos a pesar de que el sueño era ya una
necesidad elemental. Ahí mismo, en esa postura tarsiciana, enlisto una
cronología intentando reconstruir cuándo se volvió un carnaval la noche en la
que planeábamos el itinerario turista.
Llovía
como cada jornada que estuvimos en Barcelona. Yo quería descansar y me acosté,
pero Abril, un Gremblin transformado por la bebida me fue a descobijar. Me
escondió la ropa y me trajo otra cerveza. Charlamos pero no recuero un hilo de
lo que dijimos. Muy contentos, como niños en recreo, derrochamos la energía en
estupideces.
Escribiré
eso y algunas cosas inconfesables en la libreta diminuta que me regaló un amigo
de cuando fue al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Lo último que se
podrá leer en esas páginas es que estamos con resaca, pero en Barcelona, que
será mejor no tener nostalgia de los excesos.
No conozco el Paseigg de Gràcia aún. Todavía
no llega esa tarde de recorrerlo, ni el Parque Güell nos deslumbra con la
panorámica al Mediterráneo, ni el Museo Miró, ni la Villa Olímpica están en
nuestra memoria. Pero las recorreremos durante los otros días. También la
Barceloneta, el puerto y alguna tasca donde beberemos con Rachel, esa inglesa
con la que compartí cursos en Guanajuato, hace algunos años. Barcelona nace
para mí como recuerdo.
2 Escrúpulos y jaculatorias.:
Ah, Barcelona. La recuerdo muy bien. Mi estancia en el Tibidabo. Los paseos con mi casero, Patxi, y como lo convencí de que podía ligar con una barcelonesa. Barcelona, claro, un respiro que antes de ir por Patxi quise recorrerla solo, amándola. Incluso recuerdo cuando me tiré a nadar un poco en el Mediterráneo y a las mujeres en topless. Un deleite leerte LF. Un deleite.
Un relato delicioso que agradezco. Como lectora me parece privilegio absoluto captar tan lindas imágenes (más áun que la propia belleza inherente a esa región) a través de sentidos tan finos como los suyos y su pluma minuciosa: su mirada detallista, sabores, aromas y para colmo el tacto... ese tacto suyo que hace disfrutar incluso, la lluvia de cada día. Así, dejarse llevar es la mínima reacción. Cuénteme más por favor.
Abrazo
Alma R
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