Literariedades.

El camino de Günter Grass

Por: Luis Pérez.

Desde hace algún tiempo había querido hablar de Günter Grass. Había tenido que posponerlo debido a cuestiones que no tienen importancia o que han debido aparecer antes. Pero era inevitable hablar por fin de uno de los escritores imprescindibles para la literatura mundial. Un emblema del siglo XX. Autor de una obra monumental que se ha extendido a lo largo de los años y que ha provocado polémicas, paráfrasis teatrales y obras dignas de tener en la filmoteca personal. Mi acercamiento a la obra de este autor alemán fue debido a un diario que en su suplemento cultural de septiembre publicara una serie de artículos que hablaban desde diversas miradas. Juan Goytisolo, por su parte, habla desde la visión del autobiógrafo. Defiende, fiel a su costumbre de líder moral de los vituperados, al escritor que trabaja su propia imagen, su monumento, su justificación. Agrega, además, haciendo alarde de su experiencia de memorialista, que no se puede considerar como una cobardía al proceso evolutivo de cada quien llevado a la escritura. No es trivial, pues se acepta dentro de la teoría sobre autobiografía, que el individuo llegue a cierta edad y, en actitud revisionista, camine sobre las huellas propias, no para jactarse del pasado, sino para comprobar aquello que es, es decir, lo que lo hace ser: la experiencia, la vida.

Un artículo más se ocupa de defender al autor. Lo hace mucho más seducido por el personaje emergente de la obra. El defensor cae en la trampa literaria y se convierte en un fanático más de la imagen, del Günter Grass de papel. Ni nuevo ni sorprendente lo sucedido con la opinión anterior; al contrario, finalmente se comprueba que la palabra seduce y provoca juramentos de verdad acerca de una ficción.

Me centro, en primer lugar, en la polémica que provocó la última publicación del autor, Pelando a la Cebolla, que es su autobiografía. Los críticos y lectores de toda Europa se le echaron encima al autor tildándolo de cobarde, mentiroso y hasta encubridor. Se le acusa de esperar a confesar “su pecado” ya que se pueda decir que ha pasado la tormenta y se han cometido los perjurios. Haber pertenecido a la máxima pesadilla del siglo pasado, en pocas palabras, de defender al satánico Fürer. Con toda la maquinaria que esto significó son, según los dueños del juicio moral mundial, los suficientes motivos para llevar al escritor al patíbulo. Como si fuera pecado ser hijo de la época. No defenderé aquí tal o cual postura; mucho menos me detendré a abanderar una apología para el miembro de las juventudes Hittlerianas. No es mi labor. No tengo los elementos para hablar a fondo de ello, mucho menos la edad y los conocimientos. Me llama más la atención que se provoque tanta polémica acerca de un texto de hace muy pocos años cuando, desde por lo menos 1959, con El Tambor de Hojalata, Günter Grass ya daba testimonio de un panorama y de actuar en éste tal como el que le ha venido a provocar el denuesto y la defenestración por parte del mundo literario, político y social. En la novela cuyo protagonista es Óscar Matzerath, un niño de tres años que decide que por él no pase el tiempo, que pugna por no ingresar al mundo de los adultos, ya me parece claro el ojo sarcástico frente a lo que más que observar, mira: la realidad. Nada sutil es el engaño que nos propone el autor de la novela: dejarle la voz a un niño, símbolo de la inocencia, que hace gala de su poca ingenuidad, que utiliza su posición casi edípica para emitir, desde su sitio sin valor moral ni voz autorizada, la más aguda denuncia de lo que acontece. Discriminación, engaño, infidelidad, robo, violencia; tradición y costumbres; familia y forma de convivir de una cultura específica, la del medio siglo pasado en Europa central. Dice el propio personaje:

yo me planté en mis tres años, con mi talla de Gnomo y de Pulgarcito, negándome a crecer más, para verme libre de distinciones como las del pequeño y gran catecismo, para no verme entregado al llegar a un metro setenta y dos, en calidad de lo que llaman adulto, a un hombre que al afeitarse ante el espejo se decía mi padre y tener que dedicarme a un negocio que, conforme al deseo de Matzerath, le había de abrir a Óscar al cumplir los veintiún años, el mundo de los adultos […] me quedé en los tres años […] superado en talla por todos los adultos, pero tan superior a ellos; sin querer medir mi sobre con la de ellos.[1]

Establece condiciones y aficiones. El personaje es conciente de su sitio: “el desván ofrecía un buen panorama, una perspectiva y ese agradable aunque ilusorio sentimiento de libertad que buscan los que suben a las torres y que hace de todos los inquilinos de buhardillas unos soñadores”.[2] Este pasaje es el cumplimiento de la consigna ante la elección de la libertad, que no es otra cosa sino la elección de otra cárcel. Óscar es un mirón. Evalúa y tontea, sugiere y provoca el sonrojo de los pecadores: “Me tomaba de la mano, que sin darse cuenta de que la temperatura suya la delataba […] En ocasiones, era más que pudoroso que mamá no veía ningún mal en que yo fuera testigo de aquella hora de amor en vías de extinción.”[3]

La propuesta del autor es concreta: “mi propósito era el del cazador: tentar, seducir, llevar hacia algo.”[4] En resumidas cuentas, tenemos a un lobo encubierto en la piel de un cordero. Y más allá del niño que no quiere crecer porque el mundo adulto no es digno, la cerrazón viene planteada, a mi parecer, desde el dilema que se convierte en resolución acomodaticia. Sospechosa sí; y también sugerente, ser el observador empedernido de la realidad. Ser el testigo, quizá el profeta. En esta última afirmación aventuraré una mera especulación al respecto: el tambor de hojalata le sirve a Óscar para adquirir proporciones mesiánicas, por ser el tocador del tambor. El instrumento ruidoso que hace las veces del canto. El tamborilero es un Orfeo, que se aferra a “su canto” mostrando la luz, viendo la realidad si reglas, sin moral, simplemente como es: si se puede confiar en la objetividad de un niño, esta obra es una muestra tangible de ello.

En la novela hay recursos literarios interesantísimos. Mencionaré uno que llama poderosamente mi atención: quien dicta la novela es un viejo, en un hospital. Es el marginal, el olvidado. A su vez, la narración se trasporta, como Sherezzada suele dotar de voz a un Simbad o a otro, hacia la voz de Óscar en primera persona, y a un dictado de conciencia que aparece en la acostumbrada voz narrativa del narrador omnisciente, que finalmente nunca deja de ser ni Óscar, que lo sabe todo, ni el huésped del sanatorio, que es con el que comienza la narración; ni con aquella extraña voz impersonal que comparte el hilo de la novela con el niño, recurso excepcional, pues quién más amoral (no por ir en contra de las reglas, sino por, precisamente, no tenerlas aún) que la personificación del infante: inocente, limpio, veraz.

Es interesante que Grass sea uno de los autores más mencionados de los últimos tiempos. Es uno de los clásicos actuales, y por ello, le pertenece el mítico renombre en cualquier charla de café, discusión literaria o política, en pocas palabras, un escritor que es noticia, quizá, de culto. A estos intelectuales, generalmente se les cita a diestra y siniestra, pero jamás se les lee, es la condena a la que están destinados. Se une a esta camarilla que forma una lista casi interminable de intocables que se mantiene desde el mismo Cervantes hasta Kafka o García Márquez, de los que se sabe el título de su obra más famosa, y de los que la mayoría de los que piensan saber de qué va no se acercarán nunca a leerles. Son un rumor, una especie de lugar común, en este caso, para demostrar la cultura de cada quien. Pero estériles, redundantes, sólo eso.



[1] Günter Grass, El tambor de Hojalata, Narrativa actual/Taurus, Alfaguara, España, 1986, pp. 53.

[2] Ibid., pp. 87.

[3] Ibid., pp. 98.

[4] Ibid., pp. 118.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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