El autorretrato en Raúl Zárate.
I
En
Irapuato se habla, a veces más a veces muy poco, de lo que ha pintado a lo
largo de su vida Raúl Zárate. Siempre será un pintor de provincia. No sé qué
tanto al margen como en el horizonte donde todo se funda, pero es cierto que no
será, nunca, quizá por propia elección, una vanguardia sino una evocación.
Quien ha visto el trabajo de este pintor, nacido en la década del treinta, los
años locos, la consecuente resdaca de la Revolución mexicana, de la Gran
guerra, puede identificar sus inclinaciones. Con riesgo de merodear el lugar
común, destaca entre la trayectoria y la retrospectiva ante la obra, desde
siempre, la fascinación por el pasado. Este pasado con un aire colectivo, una
suerte de espíritu de época que linda más con el espacio compartido que con el
pretérito propiamente. Ve, a partir de ciertos lugares, otro tiempo, su tramoya
cobra protagonismo y se presenta como el objeto preciado. Un vuelco que llameré
costumbrismo pero no porque sea anacrónico que sí lo es, sino porque construye
sobre la marcha, entre la memoria y la mirada.
Zárate
evoca, con esa memoria que restituye lo que ha sucedido o lo hace como la fe en
el recuerdo lo hace, menos que a ciertos personajes, los espacios transfodos en
la anfibología de la ciudad de provincia, cansina, lenta, tediosa. Puedo ver un
Irapuato antiguo tatuado, como diría Serrat, de un día cualquiera, de un nombre
corriente, con el que se camina con paso doliente, en la mirada del pintor.
Crecí
con los pasajes y los países de este pintor. No soy un leal compañero sino un
testigo gozosamente involuntario. Pero sé de quién le ha seguido tanto como
para tener una imagen más menos clara de
los temas recurrentes de Zárate. Pueden, quizá, edificar mentalmente las
diferentes iconografías de músicos, trompetas, chelos, saxofones, timbales o
platillos, esos instrumentos órficos con los que el artista busca iluminar la
realidad; su propósito radica en conservarla, detenerla, preservarla, como un
Orfeo llevado a la pintura, un historiador de la vida, esa vocación
melancólica; la música, entonces, pienso ahora, lo afiliaría a ese aire de
vanguardia que se le pudo negar por lo costumbrista de su provincianismo.
Zárate, transito vitalmente, como ese mirón que decía ser cuando, sonriente,
contaba aquella anécdota infantil. Decía que él vivió en las vecindades del
centro de la ciudad. Esos caseríos lúgubres estuvieron a un costado de lo que
se convirtió en el cine Rialto. Revelaba, con sorna, que iba al cine gratis
desde el principio porque habían hecho un boquete en la pared que lindaba entre
la sala de proyección gigantesca y las postrimerías de ese arrabal. Se apropia de esos temas tan cortazarianos
que podemos recorrer en Rayuela, esa lectura de formación cuyo regusto de la
primera vez que se leyó se puede hallar también en algún cuadro con tan snob,
tan París, tan musical.
Por
otra parte, El activismo político ha estado presente tan ubicuo como los
recuerdos y la memoria misma, que amañada glorifica y despedaza la vida como el
sustento de la obra. Otros más, habitantes, como poetas, de la noche, ésa que
ha terminado por ser el día, reclamarán la incursión de nuestro artista en el
mundo de los desnudos y la espátula, siempre a la saga del reconocido Antonio
González. Podríamos recordar hacia dónde apuntaron los pezones de aquellas
muñecas postradas, inquietas y en francachela que inundaron dos o tres sitios
de poca monta de la década antepasada.
Hace
ya algún tiempo me colé en una de las últimas exposiciones del ex trabajador de
la tabacalera El águila. Mientras el orador tiraba, como quien no quiere la
cosa, algunas palabras acerca de la obra del artista, y bordeaba, un poco a
tientas, algunos puntos que le parecían rescatables de la obra, atinó a decir
algo que quizá no había llamado tan poderosamente mi atención antes. Me tomo la
libertad de comentarlo por lo exacto que me ha parecido. Además, por darme la pauta
para la tesis que he de defender más adelante sobre la obra presente del
habitante de aquel Pen house del Hotel Versalles de los ochenta donde quien
incursioné, cuando aún era yo un niño de pantaloncillos y playerillas de punto
color marinerito, en el surrealismo. Compartíamos los sueños de la noche
anterior mientras comíamos huevos a la mexicana y café con leche en vaso de
vidrio, como detectives salvajes. En aquel mundo éramos libres y, además, por
mi edad psicológica, individuos egoístas, muy ad hoc con las tendencias del
siglo. Decía este crítico de arte acerca de Raúl, pintor -al que me une, como
ya he dado a entender, una historia particular- que sería un representante fiel
del modelo onírico traído a escena hace más de cincuenta años en aquel “Vine a
Comala a buscar a mi padre” de Juan Rulfo. En éste encontramos hombres de
miradas iluminadas por una tristeza de pérdida, o mejor, de una tristeza
natural quizá, mas no violenta o, por lo menos, una que no pertenece a la
actual llena de amarillismos y hasta miserable, sino hija de la historia de la
que emergía. Esta mirada, la mirada des-veladora, revela, asimismo, la
búsqueda, afirmo, otra vez, sólo para que quede claro la evidencia de la
orfandad: “Vine a Comala a buscar a mi padre”.
En
un artículo que escribí en aquella ocasión, mismo que titulé “La Elección”,
decía yo, casi ingenuamente, que la búsqueda encontraba sus horizontes en la
aspiración del artista por detener el tiempo y por imaginar su historia, por
contener en una imagen al tiempo. Quizá sea trivial ahondar en las
circunstancias históricas de los que ya rayan los setenta años, como es el caso
del pintor irapuatense, sin embargo, el contexto ayudará a dar testimonio de la
trayectoria vital y pictórica del artista en cuestión, un entrañable ser
humano, un ser terriblemente histórico, todo un eslabón. El sueño
postrevolucionario reinaba, todo era terriblemente convulso y no habría, no lo
habrá a medida que el siglo avanzó, indicios de alguna calma como no fuera
tensa; aún hedía a carne de héroes y a antropófagos golpeados por el conflicto;
un ambiente radical en el que lo mismo cada mexicano paseaba herido como cada
uno de ellos era un luchador social; todos unos huérfanos, los mexicanos,
podían, no obstante, celebrar y compartir. Habían sobrevivido a las carnicerías
internas y pudieron ir constatando la fundación de un nuevo Estado. Las luchas
sociales, de cualquier manera, no desaparecieron. Los conflictos bélicos
seguían siendo parte del paisaje. La migración y la conciencia de clase eran consignas.
Todos emprendieron un viaje, un viaje “paramiano”, obedeciendo al destino, con
la clara conciencia de que había que caminar con los zapatos rotos y de
polizontes en algún vagón de tren, otro sobreviviente decimonónico; la lista se
hace larga, en general, dolorosamente, el régimen mundial lo dictaba una
pletórica Guerra fría, Mayo del 68 en París, dictaduras en Latinoamérica; el
triunfo de la Revolución, otro mayo en Argentina, y un octubre rojo en
Tlatelolco; era la dialéctica de la insurrección, la vanguardia y la lucha por
la libertad del pensamiento. Era un caldo de cultivo para las búsquedas y los
intentos y los sueños y la manifestación. Fue la apoteosis de la fundación de
un nuevo mundo, uno que nos explotó en las manos y que, ahora, a pedazos muy
pequeños, a fragmentos, intentamos, más que reconstruir, distinguirle una
posibilidad de orden.
II
No
puedo hablar aquí, por lo menos no con un carácter de juez, acerca de la obra
de Zárate y de la crítica que le ha merecido por los espectadores, los expertos
o los encargados de revistas. Empero, no he podido evitar pensar las
sensaciones que a últimas fechas despierta el autor a quien lo conoce. Las
opiniones apuntan a la temible afirmación de haberse contaminado con el
espíritu de la época y, peor, verse sometidas al prejuicio. No es, no se me
malinterprete, una obligación comprender al pintor; mucho menos estoy alentando
a que todos nos veamos seducidos por el arte, tampoco; sólo busco aclarar que
el artista no es digno de lástima sino de las más clásicas sensaciones ya
descritas y sistematizadas en La poética de Aristóteles, de las que somos
capaces los hombres: el artista, peregrino y poeta, en un sentido amplio y
etimológico del término, es decir, creador y anunciante, enviado, es digno de
conmiseración; será capaz de inspirar y contagiar el sentimiento más noble del
hombre, el dolor. La experiencia es la más fina sustancia de vida, comprende un
proceso identitario donde el artista no representa al mundo solamente, sino que
presenta nuestro mundo de la manera más pura. Es el alter Christus del viernes santo que muestra al hombre más
humano de la historia, ese proceso se rectifica en cada obra de arte
especialmente, por lo menos para este trabajo, en la obra pictórica parida en
los últimos tiempos por Raúl Zárate. La más alta de las sensaciones, aquélla en
la cual el hombre ve en la sinécdoque su cumbre: desde ese individuo puede
distinguir una pertenencia al todo y, a ese todo que es el mundo, es al que el
individuo contiene en sí mismo. He de agregar entonces que reconozco en el
inconforme anfitrión de aquel sitio llamado “La Castañeda”, su galería en los
años noventa, al artista en plena expresión: marginal y evangélicamente
menospreciado. Visto hipócritamente por los sepulcros blanqueados, tratado con
delicada saña y con olvido perentorio, una malsana realidad, pero, siempre, no
importando qué, entregado a su afanosa labor por y en el mundo. Un artista que
modela el mundo.
He
aquí mi punto de interés. Sé que se ha recurrido, como en muchos otros
artistas, al dolor y al sufrimiento de éste para justificar la obra. He visto
cómo la sensibilidad desbordada de nuestro personaje ha sido reducida a la
lamentación y a la precariedad física como único motivo, los últimos años han
sido de precariedad económica y de una salud endeble, en detrimento meteórico.
No es de negarse su importancia y su influencia en el avatar y en la obra del
autor porque la vida alimenta necesariamente a la obra. De hecho, la vida misma
vale como ejemplo artístico del propio artista. Es su propio monumento. Sólo
que no deja de ser un lugar común hablar de la importancia del dolor o el sufrimiento.
Sin embargo, descubro, a la luz del certero y hondo ensayo La jaula especular
de Frida Kahlo: entre el diario y el autorretrato, escrito por Juan Pascual
Gay, a los cien años de Frida y la exposición de sus diarios. Afirma que en el
dolor no se agota ni se clausura la comprensión del artista y de su
personalidad; no es el dolor la sumatoria de la expresión. Hay algo más que
comparte Raúl Zárate con muchos de los artistas que pudiera mencionar. No es la
propuesta artística la que me interesa resaltar, no me interesa ahora ni me
interesó antes, de hecho, ahora me interesa el afán, casi triste, del pintor
por el autorretrato.
Gran
parte de la obra última de Zárate encuentra como objeto a sí mismo, adecúo las
palabras de Pascual sobre Khalo, es él mismo quien se convierte en el objeto de
sus propias obsesiones “retratándose de manera reiterada no sólo como si
pretendiera atrapar para siempre esa imagen que en cada momento no se ofrecía a
la vista, sino como si quisiera llevar una cuenta de todos los [Zárate] que fue
para entender por acumulación quien acaba siendo: [El Zárate] resultado de
todos ellos, fantásticamente verdadero”. Lorenzo Saval es autor de unas claras
palabras que prologan un número de la revista Litoral a propósito del
autorretrato: El hecho para un creador de autorretratarse, de atreverse a
definir y exponer el ser que lleva dentro es un acto de identificación más que
de vanidad.
Se
requiere de un gran oficio y de mucho valor para dibujar unos ojos que
reconozcan tus amigos, una boca que pueda dar el beso que tú darías o
escribirte un epitafio. El artista necesita de ese ejercicio estilístico para
confirmar la idea que quiere tener de sí mismo. El autorretrato es un
instrumento fundamental para la construcción del individualismo y posibilita el
autoconocimiento. Ogni pittore dipingi (todo pintor se pinta) dice un antiguo
refrán italiano; algunos como Rembrandt, Van Gogh, Picasso o Frida Kahlo
construyeron una amplia autobiografía visual a lo largo de toda su vida, al
igual que con la palabra hicieron muchas de las voces aquí antologadas.
"Quiere dar a conocer y reconocer/ Al hombre imaginado,/Al hombre
reflejado,/Al constructor de espejos, dice Zaval.
Si
bien la autobiografía de Raúl se alimentaría en gran medida de paisajes de una
o varias ciudades atrapadas en el tiempo, de infinidad de bodegones que asoman
más exactamente intentos de técnica, de desnudos casi obscenos y divertidos, la
parte última de su obra la pude ver reflejada trágicamente en más de una docena
de autoretratos en los que construye una nutrida autobiografía visual que
parte, a mi entender, de la necesidad intrínseca de cada cual sobre sí mismo,
sobre lo que se es y sobre el sitio donde se está crucificado. Esta necesidad
es, como ya se puede notar, mera duda, también inherente al individuo, de saber
quién se es. “La duda” para José Antonio Mesa Toré es el origen del
autorretrato:
La duda
nos persigue una vez abiertos los ojos al mundo y, como si se tratara de
nuestra propia sombra, ya no nos deja hasta el día final. Es una duda
insistente, una sombra insobornable que nos quita el sueño y apenas si nos deja
vivir. A veces, en muy contados momentos de nuestra existencia, tenemos la
sensación de diluirnos en el Universo, de girar armónicamente con las
estrellas, de estar en paz con el mundo y con nosotros mismos. Saber quiénes
somos. Mejor dicho, creer saberlo. Porque ese instante de comunión con el
exterior y con el interior se desvanece en un abrir y cerrar de ojos. Como un
espejismo. Y entonces ya no sabemos. No sabemos nada
La
necesidad de situarse le llega al condenado. Empero, no me parece descabellado
afirmar de Raúl que su genuina lucha frente al tiempo y de matiz salmón comenzó
hace ya bastante tiempo. Claramente se puede distinguir en la biografía el
genuino lance de samurai; la batalla inevitable contra el enemigo voraz, la
vida, ésta que se emprende a pesar de tener la certeza, de antemano, de la
derrota. Representa, por lo menos lo considero, la búsqueda infructuosa que
hace ser.
La
duda es la que la lleva en cada momento a establecerse, a cristalizarse, a
detener el paso del tiempo a sabiendas de que la imagen encapsulada en los
límites de la tela o del papel volverá a transformarse a cada salto temporal.
El autorretrato como testimonio, vestigio, huella no de lo que es sino de lo
que fue, concluye Pascual, bajo un eterno fracaso. Al final, el detenimiento de
ese tiempo es sometido a la misma continuidad antinómica del mismo. Así, la
lucha es una causa perdida, una lucha genuina en la que se sabe, de antemano, y
no por eso se desfallece en el intento, que la batalla está perdida. El intento
pictórico en lugar de ir construyendo una única imagen de sí mismo, un final
feliz en el autorretrato encuentra las diferentes consecuencias del siglo que
nos traspasa, una mera continuidad de fragmentos de la vida de quien se atrapa;
un individuo terriblemente fragmentado, que, sin embargo, es incapaz de dejar
de mirarse y en ese mirarse contiene al mundo a menos de un tiro de piedra,
como héroe griego.
III
Raúl
Zárate me contó hace un tiempo que a los ocho años emprendió el viaje
paramiano, mejor referencia no se puede encontrar a lo que su obra apunta como
he escrito renglones arriba. El signo de sus tiempos, dos de mis abuelos, que
aún viven también, vivieron el mismo drama. A diferencia de mi abuela, que
buscó en el naciente D. F. y de mi abuelo que encontró en Houston, A Raúl le
sugirieron buscar en Tamaulipas. Viajó hasta Tijuana donde finalmente
encontraría a su padre como encontraría también una gonorrea que desribe casi
con sorna. Sacrificó la vida de la casa materna por aventuras ignotas.
Escenificó aquella parábola que me parece tan literaria, la del hijo pródigo.
Era un tiempo posrevolucionario y de precariedad, de analfabetismo y de
descubrimiento del mundo, ya lo he mencionado. La experiencia de
encuentro, siempre decepcionante con lo
otro, con ese horizonte que no prometía sino hinojos, quizá le hizo retornar
como el hijo pródigo al lugar de origen, a donde todo poeta regresa, al ideal
de ciudad que derramó, como se puede confirmar en sus cuadros, durante largo
tiempo, esa ciudad infantil, esa tierra prometida de la que salido alguna vez
para buscarse el mundo.
Los
rasgos que cumple Zárate en su vida, son rasgos del marginal, del profeta, del
hijo pródigo, del que hace de su vida una obra de arte: la pintura, ésta que no
sólo devela, sino que extrae las sensaciones humanas, y hace que suceda la
experiencia artística. No hay en esta obra un sujeto mirando ni mucho menos una
experiencia de fascinación solamente; no sólo un objeto inanimado que está a
disposición para vérsele sino el fenómeno de ligazón entre el que mira y lo que
es mirado:El fenómeno.
Es
cierto que verle a oscuras y dependiente me ha conmovido, pero hoy como nunca
la pintura de "el jefe", ha logrado desenterrar al punto de la
transformación, lo que Ricoeur, suele llamar Felling. Ha sido el encuentro con la obra una lapidaria experiencia
del suspiro que aspira a la comprensión del mundo de la vida; me he quedado
también con la certeza de que la conciencia de esta comprensión no es posible
sino a través del recuerdo, la formación de la sensibilidad y la familiaridad
con la obra artística, con el hombre mismo que es, como diría John Wilmot, el
único experimento interesante, cuando él es su propio objeto de estudio.
0 Escrúpulos y jaculatorias.:
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