Reminiscencias (fragmento)

* * *
L ha decidido aplastarse en un banco, lejos de la gente. Se ha acercado sin embargo al ruido. Los obreros taladran y cavan, suben botes llenos de mezcla por cuerdas y poleas. Atina a sospechar que son los últimos momentos de la jornada para ellos, el trabajo debe estar por concluir. Está situado en un sitio muy urbano. También, a pesar de ello, hay jardines grandes y muy cuidados que, puesto que cae la tarde, arrojan cierto olor a grama que L disfruta aspirando muy profundo, como si fuera su última respiración. Lee a López Velarde desde hace días. Está cerca del sitio donde habitó noches y días, pesadillas y comidas malas durante unos años. Por estos prados L corrió furioso tras un balón o como toro en lidia por tocar el lado de afuera una vez al día, aspirar el aire citadino era una labor milimétrica por aquellos días de encierro. Esto es lo que hay. L ahora se percata de que en su diario ha comenzado a escribir lo que le sucedió hace más de dos lustros. L reconoce en esto que nunca antes lo había hecho. Su diario parece convertirse más en la reconstrucción de su pasado que en el parte médico acostumbrado de memoria a corto plazo. Es extraño, pero es natural, a L lo persigue su destino, un extraño avatar del que no se libra fácilmente. Puede verse la mirada de L perdida en el horizonte, tal cual, pues está sentado en esa dirección y se le puede notar entre el gestillo velardiano un estribillo de algún poema de los tantos que le causan sensaciones y le emocionan y lo conmueven y le recuerdan tantas cosas y que lo obligan más que invitarlo a escupir tanta mierda guardada por principios idiotas que sólo le reprimen y justifican la frustración. Esto es lo que hay. López Velarde en edición UNAM con prólogo, un gesto burlón casi confianzudo, lectura pausada y la acción vaporosa de fumar tímidamente, como escondiéndose de su pasado que lo castra; ese pasado que le castiga aún el cigarrillo, que lo orilla todavía, por si alguien vigila, a darle caladas al cigarrillo en salto de mata iluso.
Esto es lo que hay. Las siete de la tarde que aún no cae por cuestiones gubernamentales. Silla metálica. Mesa frágil, la vida misma. L extrañado. Caminante, peregrino: Avenida larga, jardín inmenso, Calles transversales, olor a tenería, a comida extranjera; seis ríos de gente; sol a plomo, aridez y ardor en las plantas de los pies; un voceador y siete mil autos; una curva y entonces zapatos y vitrinas, afiches y chamarras, taxis y viajeros. Esto es lo que hay. Una espera inconsciente a que llegue algo, dosificar el trayecto y hacerlo como un viejo, las gafas que contienen el espíritu y los ojos cansados de leer la vida. Esto es lo que hay.

Era el segundo año de la irracional decisión del internado. La inocencia era casi ofensiva. Si bien había tenido una educación básica movida, allá, compartiendo con más de cuarenta un mismo dormitorio me había amansado. Ya habían pasado los primeros meses en los que añoraba no sé qué de afuera. Había encontrado la manera de sobrevivir. Aún no distinguía lo malo de la comida y lo catastrófico de consumir leche dos veces al día todos los días de aquellos beligerantes años de capilla, aula y canchas; dormitorios compartidos, duchas frías y colectivas; aseos matinales, cantos juveniles y, allá afuera, una ciudad que nos envolvía. Aún no distinguía lo bien que me venía la libertad. Aún no sabía cuánto me desbordaba ahí. Aún no sabía algo fuera de la inocencia. Todo era, como era evidente, una tierna imagen de la ingenuidad adolescente y caminatas furtivas alrededor de un mismo sitio: las canchas del jardín llamado, muy ad hoc, de “Getzemaní”.
Era el jueves santo del 1998. No es fácil recordarlo. Caminamos rumbo a la docena de iglesias del centro. Playeras con cristos a la espalda y rezos aprendidos a tesón. M apareció. Era una niña de camiseta azul. Pasaría la semana entera detrás de los vitrales de la capilla a la que yo asistía por lo menos cuatro ocasiones cada jornada. Ella estaría en el corredor contiguo del número 317 de la calle Mérida, donde ahora que atino a recordarlo, y a la distancia, viví la más profunda y eterna herida de amor casi infantil. Estamos condenados a ser benévolos con el pasado. Somos, a pesar de no quererlo, oficialistas con cualquiera de las historias. No soy la excepción, y en ese nudo de recuerdos sobresale uno delicadamente feliz, el de M cantando cual seráfica ausente. Pienso entonces en un pasado de edad feliz donde aunque sea por un triunfo siento que hay un guerra ganada, como poco me sucede ahora, como me resulta imposible concebirlo ahora. Es iluso decirlo, pero siento también que es verdaderamente genuino este sentimiento triunfalista, casi de desiderata. Los recordatorios y las apariciones de jueves santo y todas esas cosas que se le vienen a uno casi hasta cortar la respiración, se convierten en esos momentos de delicioso tormento, de deseo postergado. Era el jueves santo de 1998, aquella era un primavera, no un verano. Es hasta ahora, mi más misterioso sentimiento de deseo, de querencia, tan entrañable, que sólo puedo explicarlo a base de metonimias de poema ingenuo y torpe, escrito siete años después, recordándolo cuando recién se cumple la decena y un año más, cuando ha muerto mi maestro de latín, cuando yo mismo he pensado en el suicidio y he olvidado nombres y rezos. Es un pasado que bien se puede consumir en una taza de café eterna, que bien se puede repetir en todas mis mañanas de ventanal; es la optimista pintura que me muestra el faro en el naufragio de mi vida actual. Era el jueves santo de 1998.

***

Sería ilógico -nada raro después de todo- no notarlo. Sólo que esta ocasión está subrayado con color intenso. La escaramuza no es para menos. L no es una piedra. Es esto y no otra cosa: un tipo sensible. Se supo escandalizado de felicidad, sorpresivamente pudo distinguir que era eso, y notó que esta ocasión ese saco le venía bien. Parece que haber adelgazado los momentos de este tipo hacían que éste precisamente, le viniera más que perfecto; escandalosamente bien. Se mostró incrédulo dos segundos, pero no titubeó o por lo menos no se detuvo a dudar. Sonrío con esa sonrisa que la psicóloga le había mandado con imperativa repetición y abordó el auto. Maricela detrás de las bocinas, blusa blanca y un aroma inolvidable. Es esto y no otra cosa: L estaba sorprendido y feliz. Después de un café largo, muchas horas y mil miradas, L contempló casi divertido todo su pasado. Supo que todo tenía un hálito de inocencia y de ternura y de silencios. Ahora L sabe que le necesita. Que sus brazos son el continente para esa silueta. Ahora L sabe que siempre existió ese sentimiento y que se mantiene ahí, latente. Ahora L, más que nunca, sabe que le quiere por risueña y la quiere sentir dormida al lado, o al lado tras el volante o sorbiendo de la taza de café. Ahora L siente que la canción se acaba, que debe abordar el autobús de regreso, que debe volver a su vida trazada. Ahora L se da cuenta que esto es lo que hay. L sabe, por esta y muchas experiencias más, que es desde la pérdida desde donde escribe.

2 Escrúpulos y jaculatorias.:

Esta va por ella... aka refulch dijo...

Cayó en mis manos por motivo de una borrachera y un error de comunicacíon un libro que supongo podrías disfrutar, el título es "Gente así" de Vicente Leñero, a pesar de no haberlo terminado aún me doy la libertad de recomendartelo, por algún motivo me recuerda tu modo de escribir, quiza incluso si no necesáriamente se parecen.

LSz. dijo...

Te agradezco. Lo buscaré. Saludos. Quizá sí, de algún modo me parezco.

 
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