Vísperas.


De niño quería ser trompetista. De niño fui corneta en una banda de guerra infantil. De niño fui campanero de un templo los domingos. De niño fui lateral izquierdo de un equipo que nunca ganó un partido -y en el que mi hermano mayor descubrió que nunca sería portero-. De niño fui cerillito en la tienda donde mi padre trabajó por antepenúltima vez en México. Fui el segundo de cuatro hijos nacidos en la clínica del Seguro Social con arquitectura como de película de Cantinflas. Fui un niño regordete y pronto de risas -me ha escrito mi padre-. Fui un 21 de julio, un poco de alegría para ellos, para mi padre, para mi madre, -para mi abuela, que aún vivía, me ha escrito mi padre también-. Hoy le he pedido a mi padre que me cuente más. Que me cuente cómo fueron esos días, que me cuente por qué ha recordado que todavía estaba mi abuela Cande. A mí me ha caído de sorpresa su mensaje. No lo veo desde hace dos diciembres. Hablo con él mucho menos ahora que estoy en Puebla.


Fui el comandante de aquella banda dirigida por Pablo Mendoza, el militar que nos ensayaba cada mañana durante el cuarto de primaria en ruidosas jornadas que, seguro hacían llorar de coraje a los vecinos; el militar con el que nos encariñamos y que nos enseñó valores de milicia que luego hemos ido recordando siempre, en la vida, cuando se da el caso; formación como aquella de aguantar vara a lo que le dijera un superior, aguantarlo como los tablazos de "Lizbeth", así se llamaba la primera novia de Fausto y la tabla con la que nos castigábamos cuando hacíamos algo indebido. Era "Lizbeth" un símbolo. La manteníamos lejos de nosotros portándonos bien.


Cuando fui comandante de esa banda de guerra infantil también llegué tarde por culpa de mi hermano mayor a la escuela. Recibí reprimendas públicas cada lunes, en los honores, de parte de la eterna directora de la escuela primaria a la que asistí seis años con muy pocas faltas porque mi madre no nos dejaba faltar por ningún maldito motivo que no fuera -nel, ningún motivo lo valía-. No fue motivo el día de la muerte de mi bisabuela, la abuela Cande, mentora y madre de crianza de mis tíos y hasta, un poco, gloriosamente, de nosotros cuatro; aunque con el menor, mi abuela más bien era compañera de juegos del que, a futuro incierto, sería conocido como "el Gato". Ella murió un junio. Ya estábamos todos en la casa. Mi padre conducía un colectivo por esos días y salía tempranito, casi amaneciendo. Ese día de junio, un junio cuando murió mi abuela, mi padre parece tuvo un presentimiento. No pasó a saludar a mi abuela Cande, como acostumbraba. Ella habitaba desde hacía un tiempo el cuartito; así lo conocíamos al cuarto en el patio, en el primer piso de la casa de mi madre, apenas apto para que no subiera escaleras mi abuela, para tenerla en un lugar propicio y que no sufriera con los embates de aquel carroñero que la maldecía y se burlaba de ella desde que se vino a arrimar por allá del 83, para que se sintiera en casa. Mi madre era María para ella y solía contarle cosas del pasado. Solía contarle de su hermana mayor y de los Gavilleros, del orfanato en el que crecieron, de las bodegas de muebles que poblaban esos lugares; de la revolución y del hambre que reinaba, de los días de caldo de suela de huarache y de los días de tortilla de cebada de espigas grandes y granos chatos que raspaban la garganta, pero había que comer.


Murió ese día de junio y mi tía Irene berreaba, mi tío Luis estaba también. Mi tía Mago se volvía loca, mi madre aguantaba vara. No se permitía espectáculos. Se esforzó porque mi abuela Cande muriera tranquila y había estado tan cerca a ella que yo creo que desgranó sus lágrimas atendiéndola y acaso, en solitario, soltaría alguna cuando nadie la vio, cuando todos estábamos distraídos jugando fútbol o inventando amigos imaginarios. Mi madre no le debía llanto porque se había tragado todas las lágrimas que tenía y las había reunido en un aura que llamaré orgullo aquel día, cuando rondaba los seis años y le dijo a su madre, a Aurora, que se quería quedar a vivir con Don Max y con doña Cande. Había tomado una de sus más tempranas y definitorias decisiones: había encarado a su madre. Había optado, además, por no llorar. Sólo la distinguí quebrándose un poco, pero quizá de orgullo maternal, aquel día en el que entramos solemnemente ensotanados al Expiatorio y parecía aquello un espectáculo medieval, el coro polifónico lo iluminaba todo y aquellos morros, bajo el humo del turiferario, sentían el borde de la jerarquía y la humareda de lo litúrgico. Ése día yo dejaba el Seminario tras tres años. Y lloró un poco sobrecogida por ese vapor del medio día cuando todo es mármol y cantos gregorianos. Pero no lloró de tristeza como cuando soltó el teléfono soprendida dos veces en poco tiempo. Primero para decirnos que Juan Bota, mi tío el carpintero, había muerto en el jardín de la casa de su patrón. Murió con quinientos varos en la bolsa y la ilusión de llevarle algo de reyes a sus nietos; murió también habiendo recorrido por última vez sus rumbos: había ido al Deefe con mi madre, había ido a Salamanca y había estado unos días en la casa de maistro Criserio, su mentor durante décadas, que había muerto meses antes. Juan no quería vivir más. Pasaba los días enteros anunciándole al sol su miseria. Mi abuelo Marcos había muerto el dos de febrero siguiente. Ese día llamaron a la casa y ella contestó. Soltó el teléfono y se le quebró la voz. Balbució un, ya murió mi papá. Esas escenas se repiten poco. Mi madre es recia y aún me cargo tatuada su mano dura del par de cachetadas que me gané cuando era morro y resongón.


No decía nada a la directora porque en verdad tocaba de la chingada esa corneta. No decía nada porque en verdad llegaba tarde. Y no decía nada porque no había manera de decirlo. No sé si alguien se acuerde de esos eventos. No sé si hayan sido signiicativos para alguien más. Para mí, como se ve.


Pero ahora que estoy en Puebla y que leo a mi padre por internet recuerdo que recuerdo pocos cumpleaños. Siempre mi padre está muy presente. Sospecho que es rete cursi. Y hoy, me ha llegado completamente. Hoy, escribo un poco con el nudillo en la garganta de quien siente todo lejos. Hoy también escribo con la curiosidad de que él me cuente cómo eran esos días en los que nacimos nosotros, cada uno de nosotros, él se volvía loco de alegría, mi madre cargaba ojeras de hospital y mi abuela Cande aún vivía un veintiuno de julio del 82, año en el que España organizó el mundial pero no no lo ganó.

8 Escrúpulos y jaculatorias.:

Mafufa dijo...

Tsss orale, bonita forma de contar tu vida.
Me gustó bastante conocer una parte de ti y de tu familia, pocas veces se pueden hacer retratos tan eficaces y reacios para un lector.

Y aprovechando el tiempo y espacio: FELIZ CUMPLEAÑOS!!!

Yan dijo...

Hace meses conocí a alguien que venía de un lugar llamado San Martín del Obispo y ahora que leía tu post me acordé de ese ambiente. No sé,es una buena mezcla de temporalidades y de tópicos pero a la vez es una mezcla rara.

¡Bon anif!
¡Salud!

Anónimo dijo...

galleta: quiero llorar

carmen jiménez dijo...

Aprovecha para reunir todos los recuerdos porque somos la suma de ellos. Aprovecha la maravilla de internet para seguir conectado a tu padre, para no olvidar nunca la sonrisa con la que te recibió. Para no olvidar nunca a tu abuela Cande.
Yo no olvido ese año del mundial español, pero sin duda por motivos muy distintos.
Es un placer leer en formato de novela, capítulos de tu historia.
Un abrazo muy caluroso.

LSz. dijo...

Mafufa: abrazo poscumpleañero. Gracias por pasar.

LSz. dijo...

Yan:

Abrazo postcumpleaños. El retrato no funciona sino a través de quien lo miraGracias por pasar.

LSz. dijo...

Anónimo: Juventud divino tesoro, te vas para no volver. Je. llora, ahora que puedes.

LSz. dijo...

Carmen,

abrazo caluroso de día nublado, de novela y de capítulos que viven cuando los lees. Abrazo, otra vez.

 
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