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Desperté tarde. Ya no hubo insomnio propiamente. Aunque sí, circunstancias particulares. En el fondo de la noche me quedó claro que no estoy listo. Que por eso soy desechable. Pero de eso hoy la bitácora no rezará. Hoy dejaré aquí un par de citas y una anécdota que valen la pena.
Reviso un texto que pretedo envíar a una revista. Recuerdo el fin de semana que lo estuve escribiendo. Escribía yo en un tercer piso. Siempre tenía la luz de una lámpara que F había escogido para el departamento, café frío y cigarrillos. Siempre tendía a salir a caminar por Guanajuato, siempre hacia abajo, hacia el centro, hacia un par de bares en los que me conocían por mi nombre. También conservaba la curiosidad de ir y pasar horas de mirón a través de los ventanales que apuntaban a aquel jardín en el que vi noviecitos del instituto Juárez, parejas -que quise suponer eran amantes y escogían el sitio para encuentros furtivos y prohibidos-, también podía observar las prácticas de tiro de los PGJ. Ellos solían hacerlo ya por la noche. En aquellos tiempos ya no recuerdo por qué la tristeza escansiaba conmigo sus grandes copas. Sólo recuerdo que la pasaba entristecido y leyendo sobre la nostalgia. Leía a Juan Marsé. Lo leía con fruición, me emocionaba con los tintes picarones pero siempre entristecidos de sus escenas en aquel Embrujo de Shan-Gai. Leía también a Óscar Wilde. Lo leía porque había revisado puntualmente el Retrato de Doryan Gray, porque había confrontado esa mirada esteticista con El decadente que protagonizaba Jhonny Deep y un sobrio John Malcovich. Leía De produndis y sí. Fue estremecedora la lectura. El giro del cauce de presentación lo hacía especial. Era una carta. Las cartas para mí, siempre consevan un sitio irremediablemente particular, modélico, de donación. Y lo leía en ese apartamento del tercer piso de la calle Alhóndica. Y lo leía mientras esperaba a la mañana siguiente para ir a dar mis clases de los sábados. Y lo leía a media luz, con la lámpara encendida reflejando su ténue luz en los mozaicos rojos, en la planta que llamábamos felipa, en la puerta que tenía vidrios chinos color ámbar. Leía en soledad, como si emulara al autor de esa carta, de ese De profundis en el que deja Wilde escrito:
"Para nosotros sólo hay una estación, la del dolor. Parece incluso como si nos hubieran arrebatado hasta el sol y la luna. Fuera podría brillar el día con tonos azulados, pero la luz que se nos filtra por el espeso cristal del ventanillo con barrotes de hierro, bajo el cual nos hallamos sentados, es mísera y grisácea. En nuestra celda reina constantemente la penumbra, y la noche invade siempre nuestro corazón. Y todo movimiento se detiene, igual que en el girar del tiempo en la esfera de nuestro pensamiento"

Y subraya ya en un tono asincopado, "donde hay dolor es lugar sagrado— algún día comprenderá la humanidad lo que esto significa. Hasta entonces, nada se sabe de la vida".
Con estas frases escribía empecinado en una ubérrima nostalgia de nada. Mejor, entendería con el tiempo que yo no estaba triste, que no extrañaba nada, que no era nostálgico, que estaba condenado a una pusilanimidad interesantísima, la del melancólico; la de aquel que se duele por algo que cree perdido cuando, en realidad y claramente, nunco lo tuvo.
Y hoy que me reconozco melancólico, casi víctima de la saudade, recuerdo aquella mirada perdida del hombre sentado en una banca, tenso, desencajado, como esperando la nada. Lo veía una mañana de miércoles desde mi ventanal como cuando pude ver que mi padre ya no quería los mismos zapatos del desempleo en aquellos años de finales de los noventa, como saborear amargamente la imagen del padre que ya no sabe qué hacer. Más que incertidumbre era cansancio, ese cansancio que uno no es capaz de sentir porque no ha tenido los arrestos para meterse a la vida de lleno, ese cansancio que un tipo como yo no conoce porque sólo depende de sí mismo y para sí mismo; ese cansancio que sienten las mujeres de entrados los treinta cuando se cansan de los novios y quieren un marido; ese cansancio de la esposa cuando el marido se porta como niño; ese cansancio de no saber qué carajos hacer para llegar a casa con una mueca que parezca sonrisa.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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