Sobre el Llanto de Lisboa

Llanto de Lisboa. Manuel R. Montes. Narrativa. 2010 Instituto Cultural de Aguascalientes. 105 páginas.
La mirada miope/morir a nado.
Siete tiempos componen llanto de Lisboa. La prosa entreverada en medio de la tetralogía a la que ha entregado su escritura el zacatecano Manuel R. Montes., la ha titulado Tetralogía de la heredad. Indaga una poética anclada deliberadamente en una tradición literaria que expone con savia y sonora prosa.
Martín Catalán Lerma, en charla con el autor, afirma algunas posibilidades de acercarse a la obra. Propone la lectura de Llanto de Lisboa desde la idea de su tetralogía de novelas en la que se replantea el tema de la paternidad a través de la escritura bajo el argumento lineal de la genealogía y el recorrido de ésta. Lo anterior, expone una indagación temática clara y profunda que, nos parece, enhebra un tema fundamental para la literatura y para la vida. Es, en este sentido, la obra de la que hablamos, una experiencia identitaria en la que el lector encontrará el desasosiego de la realidad vertida en un elaborado viaje: la anunciación, más que la práctica de ese tránsito. Se engarza, R. Montes, en la tradición de las experiencias fundacionales para el hombre. Atribuye a la paternidad el valor de tema paradigmático y encara la experiencia otorgándole un valor elocuentemente angustioso y, nos presenta en cualitativas sensaciones verbales, una implosión o un paso adelante, abismal, hacia el espejo que antes sólo se miraba y al que ahora se pertenece.
Siete tiempos son los que componen entonces este tránsito. Un hálito de desconocimiento y de ambigüedad se inserta en este pasaje montado en una voz casi cobarde pero no indiferente. Temor y temeridad mueven la impresión que trabaja R. Montes en su prosa. Una figura –a veces personaje, a veces simplemente voz- de mirón atrevido que “de puntillas, asomó a través de lo que –infirió más tarde, en el parque, en la central de autobuses- era el techo agujereado de un camerino provisional” y descubre, para su mirada, agazapado, una epifanía de lo que “en ese momento significó de belleza imposible (…) la presencia de los senos descubiertos”. Una voz que conduce hacia un viaje vertical, vilamatiano si se quiere, es la de este narrador; radica aquí una más de las que conforman la notable reescritura de esta tradición emergente a la que se inscribe R. Montes desde su poética particular.
Nos parece que la paternidad es el tema, como afirma Martín Catalan, pero la perspectiva por la que transitaremos no es la del padre sino la del hijo que deja de serlo. Muestra la perspectiva del hijo hiper-consciente y no desde el padre angustiado. La mediación literaria pretende ser viva y se postula desde la infancia que es para Walter Benjamin “el zahorí de la melancolía”: “un anchuroso légamo”; empantanado, detenido y nervioso, recorre obsesivamente las escenas que a la memoria selectiva asisten; encontramos pues el corte de caja de los fotogramas de la evocación. El texto de R. Montes ostenta un recorrido por el instante; un rastro en el que la experiencia es central, en el que se nos plantea la impresión sensibilísima y los efectos mostrados en la imagen verbal haciéndose a sí mismo su propio modelo en el que la expresión no es una forma trazada sino un problema por resolver.
No es una renuncia, es una melancólica invectiva que lo lleva a ser niño otra vez. No porque se aspire a la infancia sino porque es desde ésta que se entabla el saldo de cuentas con el presente; no porque se viva en la nostalgia del momento feliz –la infancia para R. Montes es monstruosidad- sino porque allá están las señas de identidad.
Así, creemos que más que aparecer como el padre que mira con lejanía, tenemos una escritura que ausculta, encima de la cuerda del funámbulo, el viaje hacia otro lado, hacia aquello que ya se conocía pero no se recordaba. R. Montes propone un aprendizaje desde la pérdida: se presenta una infancia compartida, afirma el propio autor.
A nuestro parecer, los momentos más contundentes de la narración se encontrarán en la inmersión. El personaje se apropia de la voz y la acerca, la hace explotar en la lectura. Cuenta la mano del niño que espera la mano del padre, estirada, expectante. Una promesa peligrosa. Una esperanza que liga las experiencias y las sensaciones.
El homenaje a Bernardo Soares se hace evidente –como en los propios epígrafes que enmarcan la novela-, pero también la espera y el encabalgamiento de sensaciones engañosas “con el sigilo bibliotecario de las espectadoras enamoradas” y se cuestiona lo que sigue en la vida. El detenimiento convive con la mirada hacia delante o hacia otro lado; el mirón aquel camina tras las migajas de la realidad, con la vista puesta a cuarenta y cinco grados, entre el presente y el pasado: entre el descubrimiento y el recuerdo.
La historia que está condenado a contar se presenta como mazazo. Comprobamos el temible tránsito. Se acusa a quien se acusa porque es la imagen propia frente al espejo. Es un vocativo a sí mismo. Se auto-aniquila la voz porque sabe que esa furia ha emergido antes contra otro que no es él sin imaginar que, ahora, no hay otra imagen a quien sorrajar el reclamo que la suya, la que está frente al espejo, fragmentada por el viaje vital.
Siete estaciones son las que marcan el canto lúgubre de Lisboa. Además de la tradición de heterómanos que conduce la narración, encontramos la desarticulación nostálgica acerca del padre. Un diálogo directo con Witold Gombrowitz, con Wiliam Faulkner, con Salvador Elizondo y con el propio Fernando Pessoa refracta. No es sino por asociación esta última línea, que quede claro. Esboza, R. Montes, un pasaje sumamente triste y de dulce ternura verbal, si cabe la contradicción. Leemos la miseria del pasado y la delicadeza de sus actores; esa tristeza casi abatida del niño que siempre espera, casi huérfano.
Esta tristeza descrita en la imagen frente al espejo ocupan un pasaje del texto de R. Montes, en éste encuentra la luz por debajo de la puerta que trasmina una esperanza: “una rendija en el muro de adobe” por el que se abandona, se huye, se viste de héroe la voz y escapa, suicida, hacia el renacimiento, la última estancia de la prosa de R. Montes en la que encontraremos la vuelta del viaje equilibrista en el que se espía al futuro, a cuarenta y cinco grados, rebobinando siempre, fabulándolo todo, explicándoselo a base de una adjetivación escalonada, sólo anunciando -que no pronunciando- esa estancia de desasosiego que es la estancia de la trasmutación en uno que ya no es el hijo solamente, ni sólo el hijo que recuerda, sino que se es el padre que promete “contar la historia más incierta que jamás te haya contado nadie, nunca” con un retoque, sólo un “retoque desleal de la memoria”: el prodigio de la reconciliación de la intimidad expuesta.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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