Aquí debería estar tu nombre
Rubén Bonifaz Nuño.
Para Abril y para Horacio.
Yo intenté ser cursi. Antes de sufrir esa metamorfosis en un triste galán de culebrón fui un púber cándido e ingenuo. Me pensaba lo de las flores y los chocolates, lo de los detalles y los poemas de amor más elementales y socorridos. El lugar común era lo mío. Recuerdo haberme angustiado al no encontrar el detalle, la palabra precisa, para hacer pasar del escepticismo altanero al rubicundo gesto aprobatorio de la chica. No negaré más esas tardes dubitativas en que ideaba la manera, espectacular e inolvidable, algo de Hollywood y un poco de literatura rosa, de halagarla, de avergonzarla dulcemente ante todos. Al menos en mis ensoñaciones, debía ser notorio. Tramaba algún acto irresponsable y esdrújulo, ridículo, diría Pessoa.
Pero
no funcionó nunca. Siempre fue sólo un anuncio, siempre fue mi deseo jamás
cumplido. Por un lado, pocas ocasiones logré hacerlo material. Por otro, ser
cursi y no ser el regalo desalentador de la muchacha no fue opción. Mi detalle,
parece ser, tuvo su destino en ser el premio de consolación de la chica que
esperaba algo de otro todo el tiempo.
Cuando
sólo fue una alucinación vespertina, una mirada ilusa a través de las elucubraciones,
de los monólogos interiores, de la película que me podía imaginar al momento de
idear en pospretérito la cita perfecta de un adolescente a través de las expectativas,
siempre fue la ilusión de la posibilidad, una postergación, una inminencia. En
el acto, hasta ahora, siempre fui un inoperante. Tarde, y luego de algunos
impulsos hamletianos y de héroe dramático, me postré y asumí la aceptación
resignada del casi nulo control sobre muchas de las "cositas" que
pude suponer mientras me notaba barros frente al espejo del baño, mientras
veía, en la tele, la repetición de comedias románticas. Los fenómenos cursis y
lindos no me resultaron. Pero es cierto que uno no logra ser "lindo"
así como así. La exposición que sugiere este acto ante el otro para que lo vean
los demás exige cierta ausencia de dignidad. Mucho tiempo me sentí muy propio,
el miedo al ridículo lo pude controlar cuando me di cuenta de que con una dosis
de me vale madre el auto escarnio podía ser una buena manera de enfrentarlo
todo: ya podía hablar en público sin miedo a la burla sobre mi frenillo,
lograba cantar en karaokes sin temor a que notaran todos lo evidente: canto de
la chingada. Comencé a usar pantalones de mi talla sin miedo a que me cabulearan
por nalgón. Mi hombre de una sola pieza fue desvaneciéndose como las verdades
absolutas. Pero durante mucho tiempo las ridiculeces no tuvieron cabida, al
menos no las intencionales. También es cierto que, y esto es en mi defensa,
cuando me animé a hacer algo al respecto, las expectativas fueron contrarias a
los sucesos como en aquella ocasión de diciembre, afuera de un parque a donde
nos íbamos de pinta en la secundaria. Ahora mismo mi memoria me castiga. Me
señala que mis acercamientos a Abril, la chica que en ese entonces me gustaba,
son una imitación provinciana de escenas memorables de películas como Loco por Mary o, más conocidas por esos
años, las peripecias de Kevin Arnold. Había muchas maneras de embarrarla. De
esa vez, recuerdo que niños y niñas nos separamos. Nosotros, nos pusimos a
pelotear sin sentido, como esperando a ver qué hacíamos. Ellas, en una banca. Intentando
algo con el balón pateé hacia no sé dónde directito a la cabeza de la chica en
cuestión. Todavía siento cómo le rebotó la cabeza y su coleta que tanto me
gustaba, rizadita y peliroja a tonos extraños, se columpio sin dirección fija
como un péndulo enloquecido. No supe en dónde meterme. Quizá era el momento
propicio para acercarme, simular la risa que escondíamos todos hasta saber si
estaba bien y abrazarla, apapacharla, decirle que aquí estaba para que nadie,
ni siquiera yo mismo, le hiciera daño. Pero no fue así. Me escondí tras mis
compañeros y esperé a que pasara lo que debía, que no fue mucho. Las amigas le
sobaban la cabeza y miraban feo al del balón. Nos pidieron un poco de cuidado
ante nuestro caudal de actitudes bruscas de alumnos de secundaria. Terminamos
organizando el escandaloso pero infaltable juego de la botella. Otra
oportunidad para ligar, se podría decir. Pero resultó un desmadre porque, al
parecer, yo le gustaba a alguien más y ella, junto con un par de amigas, lo
tramaron todo para que, gracias a la botella, nos besáramos, ya fuera porque la
punta y el fondo de la botella nos lo indicaran o porque a alguna de sus
cómplices le tocaba castigarme a mí o a ella y la tarea era, a como diera lugar, que nos besáramos. Antes de decirle a Abril que me gustaba ya le había dado un
balonazo en la cabeza y había besado a otra chica en frente de ella, también se
había entablado una rivalidad entre las dos que se extendería unos años más. Lo
pasaron compartiendo novios o arrebatándoselos, eso que sucede con los
caprichos o las niñas caprichudas, eso de estar frente al aparador y, ante la
variedad de los zapatos en oferta, se les antojan los de alguien más que vaya
pasando por ahí. Al final de esa mañana le declaré mi amor a Abril casi en
forma autómata, silente, animado por mi
mejor amigo de ese entonces, Horacio. Casi a empujones me obligó a pronunciar
el “quieres ser mi novia” asegurándome que la niña estaba lista. Él había sido
mi cupido, mi alcahuete, esa mañana. Había cabildeado la respuesta y, vestido de
Calixto, podía hacer ya la petición. No supe hasta ese día, un diciembre de no
sé qué año, lo difícil que sería para mí, siempre, pedirle a alguien que fuera
mi novia. Estaba por subirse a un taxi y, con su gesto usualmente altanero,
como si le valiera madre, me dijo, sí. Quizá hablamos un par de veces por
teléfono, posiblemente ese noviazgo fue el único donde fui al cine y aguanté la curiosidad de mi hermano y de su novia, y
de la prima de su novia, que me incitaban a invitarla para evaluar a la primera
novia de la secundaria. Luego de eso, una historia confusa en términos de
acontecimientos, pero clara en sus consecuencias: como sucede, creo, a esa edad,
Abril y yo nos dejamos de hablar. Es muy probable que haya sido yo quien aplicó la ley del hielo por miedoso. Puedo ponerme esotérico y aludir a los astros que
rigen mis emociones. Exagerar un poco y atribuirle a la luna mis delirios, mi
saudade permanente, yo que soy signo de agua y mis emociones fluyen sin represa
que las contenga. El caso es que he terminado pensando en mi síndrome de Kevin Arnold:
siempre acabé quedándome sin mi Winnie Cooper.
Me
parecía tanto a ese chico en camisetas de beisbolista al que todo le salía mal
frente a la chica. Sospecho que todavía me llegó a suceder ya
labregón. Como con mi primera novia en secundaria, se me iba el habla. Nacía
una tensión ridícula, quizá, más un nerviosismo trasunto del deseo por
besarla, pero entonces no distinguía y no supe casi nunca qué carajos decir que
no fuera un mal chiste, una imprudencia o algo olvidable. No hallé nunca la
manera para hacer estallar el mundo en confeti y cumplir mis deseos. En secreto,
la pasaba ilusionado pero, a la hora de
la hora, todo se resume a esta confesión que hago. Fui un cobarde con eso de la
cursilería y, el día que me animé, tampoco valió madre.
Ya no
me burlo de lo ridículo que se ve a los novios suspirantes imaginándose la cita
perfecta, el ramo conquistador. Puedo ver cómo le da vueltas y vueltas el chico
duro para mostrarse sensible y detallista con la muchacha detrás del escritorio
que, quizá, en una de esas, al aceptarle los chocolates, le está diciendo un sí
soterrado. Podría venir también el ramo impresionante, la cena coqueta, velas y
garzón atento en restaurante caro y muy rojo y, entonces el trabajo del galán
podría estar dando resultados aún ante lo esquivo de la cortejada; habrá quien
aspire a príncipe del firmamento y amenace a la luna para que se ponga centelleante y, entonces sí, regalarla con un
moño azul metálico de adorno. Ya no le hago al burlón ni me declaro anti
catorce de febrero o ando diciendo que ese día es muy comercial y que si se
trata de amar o querer, o decir que se quiere, están todos los otros días del
año. Así como en navidad ceno opíparamente y festejo que todo mundo festeje,
también en día de San Valentín me alegro. Me pregunto, acaso, si los que quiero
pensarán tanto en mí como yo en ellos a ratos. Pienso, también, en la
historia de alguna muchacha que ha idealizado aquel día del amor y la amistad
de cuando estuvo enamorada o cuando sí le llegó el ramo de flores de quien lo
esperaba y sueña con ese día en el que el chico la hizo sentir muy especial.
En mi
momentos más racionales, de estudiante de facultad de filosofía, y de “novio”
de una estudiante de filosofía, pude serlo. Pero, calladamente. Se me podría
reprochar algún comentario sarcástico a propósito del tema a pesar de que esa
novia de la que hablo me nombraba con apodos vergonzosos cada quince días.
Además,
siempre hubo algo que quebrantó mi orgullo. Mi memoria debe estar engañándome,
pero fue después de un mensaje de texto al celular, inesperado, que me atreví a
pensar en la fecha como algo emocionante. Ese mensaje fue el único recordatorio
de algo que no reconocí hasta tiempo después: yo había querido ser un chico
cursi y la remitente me hacía desearlo. Como dice Ray Lóriga, uno es cursi con
la persona indicada. No me di cuenta que quien me lo había enviado, muy
seguramente, lo envió a todos sus conocidos, y yo era uno más de su larga lista
de "amigos" a felicitar ese catorce de febrero. Pero no sé muy bien
por qué lo recuerdo: desperté tarde ese día, imagino que escribía mi tesis y mi
horario debió ser nocturno. Me daba la luz del sol que entraba por la ventana más
o menos como a las once o doce del día. Revisé la pantalla del celular. Tenía
yo uno diminuto, rojo. Me anunciaba un mensaje. Decía lo que dicen las cadenas,
pero quien lo enviaba me sorprendió. No había en la letanía amistosa algo particular.
Cumplía con lo justo. Era un mensaje sorpresivo que me robaba un gesto risueño.
Respondí. De hecho, creo, salió a flote mi esperanza de que fuera más que un pálido
mensaje filial. Me sentí privilegiado, volvía a esas ensoñaciones de antes de
la universidad y casi vi flores rodeándome, aunque no debía ser así. Mi
egomanía me jugaba una mala pasada mientras que tengo la sospecha casi certeza para
afirmar que ella, la del mensaje, ni siquiera lo recuerda.
No fue
el único momento. Ese niño cursi se manifiesta también en el atesoramiento con
el que guardo mi correspondencia. Guardo las cartas de amigos y amigas. Las
tengo como don, aunque también sé que los que las dieron deben haber olvidado que las dieron. Guardo las tarjetas y los corazoncitos que las niñas regalaban a sus
amigos en la secundaria a sabiendas que esas épocas no se han de repetir, y que
ellas tampoco harán de nuevo esos recortes de corazones con buenos deseos. Soy
un arqueólogo de mi vida y tengo el museo en una caja de tenis del número ocho
y medio junto a mis exámenes de latín, filosofía y alguna que otra foto en
donde sonrío al lado de los personajes de mi vida. Las observo de vez en vez.
Intento pensar en los callejones de felicidad que significan. Me noto orejón.
Me seduce la idea de aquél que fui y que no dejé de ser nunca a pesar de
demeritarme en un treintón: un chico que sigue de pie frente la niña esperando
a que lo quiera.
Yo fui
un chico cursi o lo imaginé. Escribo desde la pérdida, un islote en
reconstrucción donde apilo todo lo que se va, todo lo que es pasar. La
conclusión que recojo es que ese chiquillo ya no quiere irse sin haber podido
decir lo que quería. Sueña con dejar el cantinfleo.
Recuerdo
con especial gozo ese día que un amigo de esos años me llamó. Me pedía que
fuera cursi por él. Me desperté con la consigna de enviar flores a una chica
detrás de un escritorio. Caminé a la florería potosina más cercana y escogí,
como si fuera yo el que enviaba verdaderamente ese ramo, el más lindo, el que
más me había gustado. Escribí las palabras que me pidió el enamorado con letra
pequeña, legible, amorosa. Sonreía al hacerlo. Supongo que
la florista y su hijo y la ayudante lo notaron. Pensarían que le declaraba ese
verso horrendo de canción de Alejandro Fernández con todo mi cariño a alguna
chica que sí lo esperaba o que la sorprendería gratísimamente. Sentí, empero,
que me había disfrazado de cupido, como
alguna vez mi amigo lo fue conmigo. Yo me imaginé ataviado con mis mejores
calzoncillos a manera de pañal y un moño gigante adornaba mi tetilla izquierda.
Pasearía por las avenidas como homenaje al amor.
Recordé
lo mucho que esperaba esos días alguna vez. También, con algo de pudor, sé que
pasaron esos días y no hice nada nunca. Pero cuando mandé el único ramo de
rosas que he enviado y no era de mi parte, me asaltaron las ganas de decirle a
la chiquilla aquella que representó mi "Winnie Cooper", en una época
o en otra, a la que no lo quiso ser décadas después, cuánto
le agradezco ese gesto risueño que me robó con su mensaje de texto aun sin
saberlo. Me di cuenta que siempre seré un chico cursi, un "Kevin
Arnold" de clósset y, que tengo, a pesar que de la vida es veloz como un Mazda nuevo,
el momento justo para echar de menos algo del pasado, siempre a la espera de
que la ensoñada muchacha se dé por enterada, al menos una vez cada febrero, del momento en el que ese niño despeinado no dudaría un minuto, si pudiera,
en decirle por fin lo que soñó decirle.
8 Escrúpulos y jaculatorias.:
En algún momento todos fuimos Kevin Arnold, al menos yo lo quise. Siempre es gratificante, y emotivo, leerte.
He leído a ese chico cursi con verdadera atención. También al chico que escribe. Quería decírtelo porque no sé si me quedarán fuerzas para comentar. Y es que las horas pasan y no pasan a la vez (es de un poema mío que me vino al pelo)
Pero claro, una no se puede quedar indiferente ante una confesión por otra parte, muy común entre los mortales. Y es que los culebrones han hecho mucho daño a nuestros años. Porque el amor es otra cosa. Muchas. Y no sé yo si se puede esperar al doblar una esquina o al sentarte frente a una mujer en el autobús, o haciendo cola...iba a decir en un cine, pero ya no hay cola para sacar entradas de cine. Tampoco pescaderías, ni carnicerías, ni panadería, si acaso en un supermercado. La cuestión es que uno sueña que todo puede ser. Y luego se despierta, y ... es que da mucho de sí tu relato.
¿Estudiaste Filosofía?
Deja que tu niño salga de paseo de vez en cuando.
Y ya aprovecho para contarte que estoy leyendo a Juan Marsé (Ronda del Guinardó) y lo estoy exprimiento como si fuera un limón. No sé si porque hacía mucho que no leía a este autor (cinco años) o porque hace mucho que no leo a nadie. Pero la época en la que transcurre...Justo coincide con el veinte aniversario el 23 de febrero, y me trasladó a esos otros años aún más anteriores a ese golpe frustrado del 23f. Esa época donde los culebrones todavía se escuchaban en la radio. Y bueno, bueno que no soy tan vieja, jeje.
Un lujo compartir tu forma de contar.
Saludos.
Pea mí, José Antonio, resulta más emotivo encontrarte por acá, leyendo.
Caramba, Carmen, sí que hay mucho de qué hablar en febrero. Me emociona que Marsé esté en tu buró, seguro será una cauda de evocaciones a lo largo de los años.
Estudié Letras españolas, pero tuve clases intensivas de filosofía, ya se ve en el el relato a qué me refiero.
Paseo, paseo fascinado y, siempre, no es éste el que pasea sino el niño de mirada preguntona.
Yo todavía escucho, a veces, los culebrones en el radio. Es una tradición, soy un fanático del radio. Ya contaré un poco al respecto. Uno de mis libros favoritos, por ejemplo, es "La tía Julia y el Escribidor", la historia, entre otras historias de un escribidor de historias para el radio.
Uno trae los sentidos encendidos, la letra los asienta un poco.
Un abrazo, gracias por pasar, aunque se pase y no se pase.
Yo también te leí con atención y saqué notitas, he aquí unas:
1. Uno sí se EXPONE -si es que lo hace- para ser mirado, que no se diga lo contrario.
2. Uno es mirado aunque a veces uno no se exponga, ese es un acto de bondad de parte del otro que siempre se aprecia.
3. A menos que uno sea actor no hay comodidad en la imitación; ni en verla, ni en actuarla.
4. Festejar y amar son dos cosas completamente diferentes, que a veces pueden acompañarse en fechas comerciales, o no; que no se confunda.
5. Siempre se añora la cursilería que no se ejerció por represión intelectual, con cierto tono de lamento. La pregunta que a mí me surge es si uno no lamentaría también, de haberlo sido, haber sido cursi. Lo cursi de cualquier manera a mí me suena a imitación.
Saludos.
...pasaba por aquí...
abrazo cursi
B
La pregunta última es una espada de Damocles. No veo la manera de situarlo en perspectiva porque si hubiese uno sido así no acudiría la nostalgia de no haberlo sido. El no ser es el hecho que se escarba.No estoy nada claro, mi querida Yan, pero creo que no podría preguntarme eso. No hay esos hubieras en mí como pregunta sino con cierto aire de hálito irrecuperable digno de convertirse en una carta de amor dentro de una botella y echada al mar de la virtualidad.
El asunto de la imitación, por otro lado, se pone difícil porque es precisamente por la imitación por la que se accede a la particularidad de uno. Pero Este es el acto artístico que veo en ese chico cursi: sin saberlo le apetecía ser él mismo. Encontrarse. Esto es quizá este texto, la vuelta a "mi memoria de los días", je
Abrazo.
Qué sorpresa ver que pasas por aquí, B
Un abrazo cursi, si quieres. Je
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