Más sobre la educación sentimental


Buscar en la literatura algo que provoque, algo que debe ser útil, algo que debe promoverse, se convierte quizá en una limitante. El fracaso de campañas o de recomendaciones como ésta radica probablemente en el carácter de obligatorio que se le imprime. Repetir las cosas tanto cansa, agota, como aquellos anuncios radiofónicos con un mismo lema, una misma voz, repetidos hasta el cansancio, como a la voz de la novia de años que siempre reclama lo mismo, uno, el espectador, el casi ex novio ya, las deja de escuchar. Las diferentes maneras de frustrar algo tienden sus hilos preferentemente sobre aquellas que, proponiéndose como regulación o pretensión de orden, se presentan moralistas, canónicas y hasta tiranas.
La literatura solía ser la rebelde de la casa. Leer resultaba un extrañamiento hasta para los grandes teóricos de la crítica; ahí residía precisamente el arte, en el extrañamiento de las cosas. En el acto primoroso del Decameron al escapar de la Ciudad para contar historias; en el hechizante bisbizeo de Sherezzada que elidía la muerte, la continuidad, con sus mil historias; del interminable caracol del Macondo y los Buendía que se regodeaba en una historia interminable; del alevosamente elíptico Vargas Llosa en La tía Julia y el Escribidor, otro primor de incontables historias entrelazadas sin fin, sin fin. Infundir un aire de oficialía en el acto de la literatura quizá tienda a convertirlo en uno ostentoso y oficialista. Que se proponga desde el orden quizá resulte poco provocativo o provoque sospechar de la lectura. Porque más alejada de la utilidad o de la práctica la literatura indaga sutilmente entre las diversas maneras de dar con la condición humana, con ese sismógrafo incontrolable que contienen las sensaciones a experimentar por cada personaje de una historia que puede ser uno mismo, su patrón, el vecino.
Porque el margen y las minorías –que suelen ser las más activas- es el lugar de la literatura, en la calma, sorteando el ruido y el vértigo de los horarios fijos, de las horas pico, de las malas caras. Porque más que provocar, la literatura sugiere, sutilmente. Evoca imágenes y deja huellas continuas como a aquella chica enamorada se le repiten las palabras del amado, como a aquel novio que, mientras habita el transporte público lento y atiborrado, se lo ve boquiabierto, seguramente rememorando el momento luminoso en el que se atrevió a mirar de frente al sol o al amor.
La literatura es caricia y susurro. Edifica modélicamente, además, esta tan elemental y necesaria educación sentimental de la que se olvidan las campañas, de la que se desentienden las cosas que no tienen vida, que son simulacro y caricatura. Esa educación de lo inexplicable e incontrolable que nos “sugiere”, por otro lado, que esa tendencia a pretender controlarlo todo, a pensar que todo –si es que hubiese absolutos- depende de uno, no ha terminado por ser entendida del todo. Si bien heredamos la individualidad, por más optimista que esto suene, hemos vivido también bajo la intemperie de una libertad que en algunas ocasiones se nos transforma en orfandad. El acto, rebelde, inútil, sugerente y evocador de la lectura devela nuestras fuerzas, nos sitúa. Genera la conciencia justa par aspirar, en algún momento, a intentar comprender al otro, ya que frecuentemente somos incapaces de hacerlo en la vida cotidiana, la literatura es la distancia que dota a la mirada de un ligerísimo viraje en la perspectiva para, por fin, mirar al otro.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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