Testimonial de mi madre

Hace meses presentaron en la UIA de León el texto La voz de la memoria. Había canapés y entre los autores estaba un viejo médico que presumía no ser escritor. También ostentaba haber escritor, eso sí, muchas historias clínicas, al menos. Co-editan UIA y Editorial la Rana. Aparece este relato del que es autora mi madre, que me robo yo y que construye, como las historias ajenas, la propia historia. Recuerdo que mi madre fue a la presentación. Yo me recuerdo en playera negra y con gafas de sol. Había dormido poco, pero muy bien. Había amanecido risueño. Era mayo del 2011 y me gustaba pasar por León cuando podía.

Desde un callejón

María.

Era María para ella y solía contarme cosas del pasado. Creía firmemente que yo era su enfermera. Solía contarme de su hermana mayor y de los Gavilleros, del orfanato en el que crecieron, de las bodegas de muebles que poblaban esos lugares; de la revolución y del hambre que reinaba, de los días de caldo de suela de huarache y de los días de tortilla de cebada de espigas grandes y granos chatos que raspaban la garganta, pero había que comer.

Candelaria murió ese día de junio e Irene berreaba y agigantaba sus ojos vivarachos en una amargura de pérdida tan descriptiva que dolía, Luis estaba también. Mi tía Mago se volvía loca, y yo lo veía todo pasar. Buscaba terminar con este trance. No me permitía espectáculos. Afinqué mis esfuerzos porque mi abuela Cande muriera tranquila y sabía que había estado tan cerca a ella que pareciera desgrané mis lágrimas atendiéndola y acaso, en solitario, soltaría alguna cuando nadie me vio, cuando todos estaban distraídos jugando fútbol o inventando amigos imaginarios. No le debía llanto porque había tragado todas las lágrimas que tenía y las había reunido en un aura que llamaré orgullo aquel día cuando rondaba los seis años y le dije a mi madre, a Aurora, que me quería quedar a vivir con Don Max y con doña Cande. Había tomado una de mis más tempranas y definitorias decisiones: había encarado a mi madre. Había optado, además, por no llorar.

El primer recuerdo de mi madre lo relaciono con artículo 123. La calle no la olvido. Hace años que charlamos al respecto mis hermanos y yo. Hace décadas que no visitamos el sitio. Pero recuerdo la calle, las escaleras, la casa vieja y una suerte de amargura que me enarbola con mi humanidad de niña con zapatos de plástico, pelo corto y lacio y una inocencia extraviada, prendada de mi abuelo. Dicen los que se acuerdan –decían más bien, los años nos han caído encima y nos han dejado meros recuerdos de lo que se decía- que mi madre me trataba muy mal. Parecía que no me quería, parecía que yo era una serie de recuerdos que mi madre quería no haber vivido, que quisiera haber olvidado antes de que sucediesen. Y me recuerdo amarrada al pantalón de lino de mi abuelo que visitaba a su hija en ese Distrito Federal de los cincuentas, una ciudad naciente, una ciudad nocturna y eléctrica, una ciudad que apestaba a cloaca, a vino, a muchachas liberadas y huidizas que hacían dinero e hijos por las noches; que, amparadas en su belleza, en su casi infantilidad y en la ansiedad de los hombres, se hacían de un lugar en ese derroche de juventud, de ciudad, de noche. Era la calle que por las mañanas se mostraba poblada; mi abuelo con su sombrero entre las manos, pegadito al pecho, con una humildad provinciana se veía en un ministerio público juzgado por su hija, o la que había sido su hija hasta los quince años cuando ella misma, gritoneando simplemente dijo adiós.

Verdades de novela se revelaban desde entonces. Yo no había conocido a mi padre. Supe de él, o del que decían que era mi padre, años después, cuando la casa de artículo 123, un recuerdo amalgamado de amarguras, penas y desazón. Mi madre no había conocido a su padre. Su madre era la hermana de mi abuela. Por ello fue que en el juzgado aquél ella, imagino que gritando y pataleando, alegó no ser hija de ese señor que iba a recogerla, a traerla a la provincia que tanto ella aborrecía, porque creía poder sacarla de la situación en la que estaba. Ella, ciega de ciudad, decidió por lo más bajo: Renunciar. Él, hombre de provincia y de orgullo crepuscular, embebido por los errores de su propia vida, optó por dejarla en su empecinamiento. Vio lo inútil que fue aparecer.

Sin embargo, me trajo consigo. Me estremezco al escribirlo porque creo que fue el mejor regalo que pude tener de la vida. No recuerdo si se lo dije las veces suficientes, pero me recuerdo dos o tres veces, en diferentes épocas sucesivas, en las que yo, otra vez anegada en su pecho enfermo, le revelé cuánto agradecía que me hubiera sacado de allá, del lugar en el que no me sentía querida y en el que, aun en medio de la inocencia de los pocos años que guardaban mis vestiditos llenos de mugre y mis pocos sueños, reconocía que no era mi lugar. Supe desde entonces que mi lugar radicaba en este sitio, en ese callejón transitado por el tiempo en el que me vi crecer al lado de mi ciudad, en el que me veo escribiendo la historia de una rebeldía, de un destino, de una oda a la discreción.

Renuncié a una vida en el Distrito Federal. Han pasado los años y la calle artículo 123 sigue así, me ha dicho mi hijo que parece perseguir mi pasado. Aquella era una calle en la que las noches lucía enfarolada, humedecida en mis recuerdos, dúctil para contar esta historia, la historia de las vidas encadenadas por un golpe de timón que forjaría mi carácter, acentuaría el antagonismo con mi madre y construye, conforme se escribe, un monumento a mi abuela, ésta que yo reconozco como mi madre, que yo reconozco cuánta falta me hace, que yo reconozco se fue angustiada a la tumba ese junio de finales de los ochenta. Treinta años peleando por ella, resistiendo, me dictan, cada sobremesa con mis hijos, un homenaje a ella, un bastión revolucionario que guardaba entre el mandil y esas canas que parecían eternas, que parecían siempre habían estado allí, y que tengo en la mente cuando canturreaba para mis hijos un “tingolilingo” con esa maternidad que no amamantó, con esa maternidad que emergió a pesar de que la naturaleza no lo quiso así.

Las cosas no habían sido fáciles. No lo serían nunca, no lo serán. Recuerdo mis cinco años y ese periplo. Luego recuerdo esa casa en construcción que quedaba a las orillas de Irapuato. Me recuerdo en la escuela. Recuerdo que mi madre, unos años antes, había vuelto del carnaval de ciudad grande, inmensa, fascinante y, ahora, habitaba la provincia como gran señora. Lucía su porte juvenil aún, de madre. Comenzaba una presuntuosa nueva vida. “El taxi libre” y “los chachachás” los cambió por una hilera de hijos, unos hijos de Sánchez. Pero una no olvida. Yo había fincado mis esperanzas en ese apretón que he descrito antes: luzco famélica, en faldita café de tela golden, mugrosa, descuidada con el corte de cola de pato que conservé por mucho tiempo y que me muestran en una fotografía posterior, de la mano de mi abuelo, feliz, caminando por las calles de la ciudad pequeña, provinciana, muy mía.

Yo me volví a Irapuato con mi abuelo y crecí en un ambiente de persecución y reproche constante. Yo era una ingrata por no soltar la pierna de mi abuelo esa mañana en la que mi madre renunció a lo que me aferré para siempre: el cariño de mis abuelos. Había crecido con ellos guardando, año con año, un rencor enrarecido que me impidió siempre parcelar esperanzas sobre mi madre. Mi abuela me crío, yo quise que así fuera. A su usanza, me dio lo que mi madre no podría nunca, aun ahora, ya cerca del estado flemático en el que se encuentra: concederme por una naturaleza extraña a la que yo pertenecía. La perdoné u olvidé lo que mi deditos de niña recuerdan como se recuerda la textura del frío infantil, de la angustia ante una noche de invierno sin manta, no lo sé. Dejó de dolerme hace tiempo. Amparé mi consigna en una promesa a mi abuela en el lecho de muerte, la relación con mi madre la mantuve -desde ese entonces cuando mi abuela me lo pidió- de la manera más cordial que pude. No lo hice por mi madre, lo hice por mi abuela, aunque, a final de cuentas, fiel a lo atinado de sus decisiones de mujer revolucionaria, engendró en mí el cariño necesario para ver en mi madre a un ser amable.

Pero yo firmé mi sentencia aquella noche de luces amarillas que parecen capturarse en mi memoria como una fotografía en sepia. Yo apunté mi destino en las callejuelas de ese Irapuato antiguo que recorrí hasta llegar, en una escapada histórica, a la casa de mi abuela como una insurgente víctima de los malos tratos que mi primera infancia recordaba y de la que mi segunda infancia me hacía rebelarme.

Ellos habían vuelto a Irapuato y se habían asentado a las orillas. Habían construido un hogar y yo había pasado a ser parte de esa familia. Mi madre reclamó a mi abuela mi tenencia. La discreción de mi abuela –sin estar de acuerdo, me revelaría luego- me condujo a la casa recién fincada, con los hijos de Sánchez. Se me impuso el nombre de mis padres aunque en la escuela yo seguía siendo hija de mis abuelos. Yo era Sierrita. Y para ese entonces convivía con más hermanos que fui viendo nacer y fui teniendo en mis brazos y fui viendo sufrir como animales en la casa de mis padres. No toleré que me dejaran sin comer, que me trataran como a una desconocida, no soporté ver a mi madre convertida en el enemigo hegemónico de sus hijos, de mis hermanos; bastaba con lo que me tocaba a mí. Cuando escapé también sabía que habría de esperar a que mis hermanos me perdonaran. Los abandoné de alguna manera. Los dejé a su suerte porque yo sabía que había una forma diferente de vivir. Dejé que, como diría mi abuela alguna vez, mi madre los echara por un voladero.

Los arrestos que presumí esa ocasión en la calle artículo 123, los traía en la sangre, mi lucha ante la injustica por más egoísta que fuera siempre estuvo ahí, los había alimentado en el hogar de mi abuela. Con su voz contándome esas anécdotas que ahora cuento a mis hijos. Allí aprendí viviéndolo de mi abuela, de su manera de ver la vida. Allí pareciera que supe que mi vida sería una lucha, una resistencia ante lo que fuera. El carácter no era una cuestión de educación sino de existencia. Así debía ser porque era yo, porque me tocaba ser esa Estela que brilla en medio de la oscuridad, que brillaría más que intensa, constantemente. Mi forma de combatir sería la permanencia.

Estuve castigada ese día. Bebí agua de la llave y, por un agujero en la ventana, Luis, “el chupiro”, me pasaba trozos de pan para que no pasara el día en ayunas. Estaba encerrada pero debían guardar las apariencias. Ahora lo entiendo como destino o como intervención divina: apareció mi tía Salustia esa tarde. La dejaron verme y darme un par de vestiditos que me medí en su presencia. Le conté que estaba encerrada en el cuarto por no haber despertado a tiempo para el desayuno. No sé cómo me habrá visto contarle, yo recuerdo que lo que tenía era un nudo en la garganta. Éramos unas niñas y no comprendíamos la disciplina, no entendíamos nada en realidad. Todo era tan confuso. Los cambios, las idas y venidas, al padre siempre enojado, a la madre buscando complacerlo a costa nuestra muchas veces. Aun ahora me mantengo algo sorprendida por lo cruel que resultaban los castigos en esa casa. Mi tía se enervó o la conmoví con este espíritu que traigo conmigo desde siempre. Hizo aspavientos y me confesó una de las verdades que yo ya me cuestionaba: Marcos no era mi padre. Yo podía elegir. Yo podía huir y las consecuencias no me harían volver. Si yo quería vivir con mis abuelos podía hacerlo. Decidí -como ya había decidido aquella otra ocasión en la que me aferré al pantalón de mi abuelo, que detrás de esas gafas puestas me acogía tiernamente-, y esa noche también, no recuerdo bien cómo, escapamos. Me siguieron dos de mis hermanas. Ellas eran menores. Ellas sí eran hijas de Sánchez. Por eso la historia de mi madre conmigo o contra mí se agudiza hacia el sendero de la confrontación. Yo sabía algo. Yo sabía eso que me serviría como salvoconducto para no volver al sitio en el que no me sentía bien, al que no reconocía como mi casa. Yo no sabía que esa historia era circular. Mi madre había hecho lo mismo, a capricho y envuelta en el fragor de una ciudad que le habían contado, escapó de la casa que hasta ese tiempo había sido la paterna. Escapó no por los malos tratos, a diferencia mía, no por un sentido de injusticia como el que yo alegaba, no porque no se viviera bien ahí donde vivía. No. Escapó porque tenía hambre de ciudad, porque desde pequeña había demostrado una voracidad por la experiencia, un aburrimiento letal en ciudades pequeñas, porque la vida cotidiana de una provincia como ésta era para ella peor que un pozo silencioso. Ella presumía desde siempre un alma luminosa y excitante, en busca de otras cosas. Una risilla socarrona permanente hacía pensar en la malicia de esa alma que tarde o temprano escaparía a la calma de un pueblo más bien cansino. La tía “Nacha” apareció una tarde y le llenó la cabeza de luz nocturna y eléctrica. El sentimiento de partida se mantuvo soterrado muy poco tiempo. Huyó a la primera oportunidad. No. No huyó. Dejó lo que había aquí para encontrar lo que su propia alma parecía señalar como su sitio. “Nacha” confesaría, décadas después, en medio de esa sala a go-go color marrón, como su corazón cansado, con la voz temblorosa, pero con el acento clarísimamente chilango, que pronto se arrepentiría de haberse llevado a Aurora, esta guapa mujercita de ceja poblada y labios pequeños, porque despertó envidias por todos los lugares en los que aparecía, porque emergía desde el halo a la que parecía dársele todo, inundada de una pasión escorpina y una mirada por encima del hombro que parecía real, que parecía venida de un abolengo que ella misma sabía que no tenía, pero que se había propuesto desvanecer como un pasado inexistente. Imagino las noches que iluminó esta mujer. Imagino en qué lugares clavó sus zapatillas, imagino qué autos le sirvieron de carruaje, sé también los pocos años que duró eso, cuando llegó el primer hijo.

Caminamos en medio de la noche después de escapar de la casa. Caminamos y llegamos a la casa de mi abuela quien nos recibió con sorpresa y nos mostró su angustia. Frases cortas pero contundentes poblaron esa madrugada mi mentecilla de niña. Yo no sabía que haría lo mismo que mi madre. Renunciar a la familia. Optar por otro camino. Parecía que era una lección de vida para toda esa prole que ya argumentaba una novela de costumbres en la que una hacía las veces de centro epifánico de una moraleja. Yo era mi madre. Yo era la voz de ella. Yo era la proyección de ella. Yo, cuando me tocó hacerlo, fui las notas del violonchelo, que dictaminaba: era una vez en Irapuato. Anunciaba, con mi necesidad, la voltereta de la vida contra mi madre y, en medio, mi abuela con su gesto siempre potente, colmado, sin embargo, de humildad y de angustia porque Aurora respetara los designios divinos catapultados en la voz quebradiza de una niña de no sé cuántos años que ni siquiera era capaz de levantar la mirada con tal de afirmarse para siempre en ese -Sí, quiero vivir aquí, con mi abuela- cuando la madre la cuestionaba en amenazante resolución, como santiguando satánicamente las consecuencias que sufriría por mi desacato, como atisbando la vida de persecución que ella se encargaría de hacerme padecer, siempre esperando lo peor, siempre comenzando la intriga, siempre vulnerando las entrañas de esa abuela que, con ojos grisáceos, acataba lo que Dios escribía en retorcidas siglas y que yo patenté con mi inútil voz de niña huérfana. Esa voz fue una sentencia y también fue, lo es hasta ahora, la voz de la niña que se sumergió en los brazos paternales de los abuelos. Esa voz y esas manitas más bien descuidadas fueron el dictado de mi vida, una vida en contra de la de mi madre, una vida tan diferente a ella, parte de un mismo llanto, el de mi abuela, pero de lágrimas con distinta naturaleza. Era una Sánchez que viviría como Sierra. Y en ello se me iría la vida. Se me iría en construir ese pasado de resistencia que había escuchado de mi abuela, del que había sobrevivido con dignidad como cuando los gavilleros bajaron del cerro, allá en Michoacán y estaba dicho que se las llevarían por ser jovencitas. Como cuando, esa mañana que llevaba en la cabeza un canasto de chayotes recién cortados, corrió hacia el templo del pueblito olvidándose de lo que traía en la cabeza por salvarse. Como esa misma mañana que, ya olvidados los chayotes, se escondió en las faldas de San Judas y no salió de allí hasta que a aquel ocurrente campesino se le vino a la mente la idea de gritar a todo pulmón que ahí venían los federales y los gavilleros, crédulos y forajidos, huyeron de vuelta a su escondite. No salió de allí pues hasta que pudo comprobar que los únicos hombres que quedaban en el pueblo revolucionario eran los que, con las lenguas de fuera, lucían como adornos de árboles alrededor del jardín principal.

Yo resistiría en homenaje a ella a sabiendas de que Irapuato era un refugio, como para mí. Pues no había sido feliz en Pueblo Nuevo cuando la pasaba atendiendo a su suegro, ese “viejo bolsudo, bueno para nada” mientras mi abuelo, que había ido de brasero al norte, parecía haberse olvidado de ella y la había condenado a ser la hija más pequeña y humillada de esa familia comandada por don Zenón, que longevo y estoico viviría aun más que mis abuelos, que vería pasar más fiestas de la candelaria que ellos. Resistiría porque sabía que esa estancia había sido terrible y había sido ocasionada por un desliz que ella no se explicaba. Se había tenido que casar con Max aquella fiesta del dos de febrero que habían ido de visita porque él la jaló del brazo y todo mundo vio. No tuvo elección. Tuvo que hacerlo porque así lo mandaba todo. Ella me enseñó con esto la diferencia. Ella daba cuenta del tiempo y me decía firme y constantemente que yo, que yo sí podía elegir, que aprovechara, que lo hiciera. Lo hice, y desde muy pequeña, cuando me aferré al pantalón de su esposo, el de mi abuelo. Ella no había tenido elección, pero yo sí. Había decidido homenajear esa infancia en el asilo para señoritas ricas en medio de la revolución. Había decidido seguir los pasos de esa hermana que por suerte había caído en la cocina y que rumiaba las sobras para que sus hermanas, otras dos huérfanas, pero pobres, no quedaran sin comer en esos tiempos de caldos de suela de huarache o tortillas de cebada. Había decidido convertir mi vida en una restitución de todo eso que era una vida ejemplar para mí. No podía ser yo otra cosa que un orgullo para mis abuelos, mis padres orgullosamente, a los que había yo adoptado por decisión propia aquella mañana en la que me aferré al pantalón de mi abuelo Maximiliano y del que no me solté nunca.

Han pasado los años. Desde el ochenta y tres Max murió de un cáncer en los pulmones. Lo mató la fábrica a la que le dio unas décadas de trabajo. La tabacalera el águila se llamó y muchos de los de aquí, que podrían todavía dar su testimonio, han pasado por ahí. Nosotros tenemos un par de fotos de celebraciones en el sitio. Recuerdo que ya entrados los años de la más feroz de las enfermedades, raquítico y siempre flemático, mi abuelo conversaba conmigo calmadamente, como esperando el fin. Me explicaba con esto el desapego a mi madre, Aurora, me explicaba el amor por mí. Yo, lo sabía, otra vez, por última vez lo repito, era junto a él, esa niña que se aferró al pantalón.

4 Escrúpulos y jaculatorias.:

CrazyCris94 dijo...

Este es un relato muy personal para mi, porque fui sobreviviente de AURORA, y aclaro que no es el nombre de un huracán o algún desastre "natural"; son las historias de mi familia y se te sentaras con cada uno de "los hijos de Sánchez" te podríamos contar para escribir todo un libro. TODOS LOS DÍAS SE APRENDE ALGO NUEVO. Este no solo ha sido un relato de mi familia sino una lección, admiro hoy mas que ayer a mi hermana ESTELA.

LSz. dijo...

Ay, Cris, sólo me resta dejarte un abrazo, un abrazo fuerte.

Lovely dijo...

No sé si la tristeza anda conmigo o viene con el relato.
Me provoca abrazar a Estela la niña y admirar a Estela la adulta y querer encontrar un pantalón al cual aferrarme toda la vida y dejar atrás cualquier amarga experiencia.
Gracias por compartir el relato.
=)

LSz. dijo...

Siempre, uno vive la vida aferrándose a un pantalón, a una imagen, a un recuerdo que haga valer la resitencia. Un abrazo.

 
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