Samuel Ruíz


Fotografías de otros tiempos.
El presente texto se publica en el heroico Ágora III época, en la ciudad de Irapuato, enhorabuena y mucho futuro para la publicación. Se presenta este 8 de noviembre a las ocho de la noche en La troje del museo de la ciudad.
Luis Felipe Pérez Sánchez
Después de un homenaje desangelado, una tarde de aquellos días en los que era yo un seminarista impetuoso, un fotógrafo -del que recuerdo apenas su nombre- capturaría la imagen de tres jóvenes, dos de ellos uniformados y uno con un suéter que robó a uno de sus compañeros alguna mañana fría  junto Samuel Ruíz, por esos días, Obispo emérito. La fotografía nos muestra muy jóvenes en medio de uno de los vestidores de ese estadio del que, como de Samuel Ruíz, sólo preservamos la memoria. Estoy hablando de Irapuato, estoy refiriéndome al Estadio Revolución. Cito, por lo que se puede leer, de memoria. Hablo casi  acerca de ruinas. Así como el hombre al centro, ya avejentado, el estadio mostraba fisuras que resultarían irremediables. Que se salve su presencia, sin embargo, prologa esa premisa que corrobora que las ideas, ¡que las ideas y el espíritu! lo preservan todo.

                Era, creo, la segunda ocasión que lo veía. No fue la última. La primera no recuerdo dónde fue ni a razón de qué. Quizá haya sido ese novenario devoto que celebrábamos cada diciembre a la Virgencita del Seminario a la que tanto Samuel Ruíz como el más ingrato y poco merecedor de sus hijos nos habríamos de seguir afiliando. Seguro fue alguna mañana en la capilla que -nótese la premisa de este texto-  ahora es un jardín para fiestas sobre la Calzada de los Héroes, allá, en León, cerca del Estadio La Martinica, que también debería estar mojando las barbas pues si no es ruina, pronto lo será. Ya sabía, sin embargo, que el Obispo de los pobres había sido, primero, rector del Seminario y parte de la historia, de ésa de la que yo formaba parte ya y, hasta esos días en que lo vi de cerca, había sido obispo de San Cristóbal de las casas y, con ello, el centro de un debate que me resulta una lucha que no debe darse por perdida, menos ser víctima de la más encajonada indiferencia. Creer en el reino de Dios para este mundo no me parecía, no me pareció nunca, una idea descabellada. Me asaltaba un cierto aire de esperanza en todo caso.

                Éramos menores de edad. Algo temerarios, pero leales a las jerarquías. Fuimos también unos admiradores de la figura, de las estolas tejidas por su grey sureña. Esa ocasión de la fotografía no podía ser más que eso. Una ingenua oportunidad de codearse, sin saber un carajo, con un ser entrañable del que sí que podría saberse otra cosa más allá de lo que podía distinguir yo, por mencionar a alguien, más bien fanático del mito. No teníamos ni la edad, ni la caridad, ni la solvencia espiritual para enterarnos de lo que estábamos viviendo. Sospecho que yo no llegué ni llegaré a comprender algo de eso nunca; no sé si a los que acompaño más como un improvisado aspirante a la santidad en esa foto les suceda lo mismo que a mí. Considero un privilegio, también tengo sospechas sobre esa fotografía, de ese recuerdo.

                Sobre su batalla supe unos años después. No era Camilo Torres, aunque, como aquél, tampoco sabía empuñar el fusil. Como ya se sabe, sin embargo, creían en lo mismo, en el reino de Dios en este mundo. De su postura, me enteré cuando, ya emérito, y fortalecido por los dimes y diretes de esos años sobre la teología de la liberación y la mala nota que deja inclinarse por los pobres, dictaba una conferencia en la facultad en donde yo había terminado estudiando, después de dejar el seminario casi por la puerta de atrás, después de un año en el que trabajé para cuatro o cinco patrones y en el que me había pasado un par de meses sin salario también

Se presentó en traje gris. Nos habló con voz conmovedora. El auditorio lucía repleto. Me refiero a ese auditorio que ahora no reconocería porque, también, como los habitantes de esa foto, como el recinto donde se hizo esa estampa, como casi todo en lo que pienso aun antes de mis treinta fue transformándose tanto en tan poco tiempo, que quizá hasta ni auditorio sea ahora.

Comenzó así: “Vinieron con Pedro y le dieron de comer un pescado. Llegaron y le dijeron también cómo pescar. Pedro aprendió a pescar, pero ya no había más qué pescar.” Y supimos un poco lo que él veía con tristeza, lo que significaba la desolación y la desigualdad. También, de su lado, recorría ese aire latinoamericano que a ratos olvidamos, ese síntoma de que somos más parecidos de lo que quisiéramos, de lo que queremos ver. Samuel Ruíz, en medio de argumentos tras la sombra de Enrique Dussel o Paulo Freire, mostraba la experiencia de ser hombres, hermanos e hijos de una historia contra la que había que luchar. Ésa que arrojaba a los desvalidos a la ley del ocultamiento, al desdén y a la lástima. Insistía, casi enérgico, en la compasión más profunda, en la verdad que arrojaba la mirada posada en el otro: la caridad y la sentencia de que habitábamos un mundo que no tenía por qué ser así, un mundo que no debía ser así, uno que no es inevitable, que puede transformarse.  

Recorro mi memoria y, funámbulo,  evoco  un par de recuerdos como éste. Transito una vida  en la que parece haber gente que canta para nadie, una vida que parece ser un negocio donde la vida no vale nada, pero advierto, en estos días de aprendiz de monje, que la vida se nos va en ese golpeteo de entrañables como del que escribo. Me esperanzo a no dejar de lado nunca sus palabras, que  fueron, son y serán para mí un amoroso latido que dura y que quizá encuentre su homenaje en este poema de Álvaro Solís “Pasos ocultos a la mirada”, que se vierte con la precisión de un canto casi latinoamericano como el que evoco, que ilumina el referente al que me atrevo a apuntar como aquel tonto que sólo distingue el dedo que indica la luna, una arista sentimental de lo que Samuel Ruíz coronaba con su obra: Inmolar los aires de profanación/romper los márgenes del desconsuelo de Dios/y en las frías cuencas en donde también habita/o hirvientes llamas de la nostalgia/en ese lugar secreto en donde nadie le busca/colocar una piedra encendida/Dios sale todas las mañanas (sale o entra es igual)/se despabila sus ojos evita los espejos y las almas simples/camina por bosques que se construyó cuando pequeño/camina desolado por ríos de agua triste/sobre el aire por debajo de la tierra/camina encima de la piel/y dentro de la mirada por los ruidos de la sombra y de la lluvia/también camina por tus manos y en medio de nuestra lejanía/Dios camina sobre sí mismo /es lluvia que persiste al abandono y a la esperanza.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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