Caminatas


Hubo un momento en el que me di cuenta de que debía dejar la casa para que mis anfitriones sientan que no me aburro y que me lanzo a inspeccionar la ciudad; esta ciudad circuito que esconde el mar tras un bello horizonte. Un horizonte tan largo como los ciento ochenta grados que podría ir recorriendo de izquierda a derecha, que es por donde siempre empiezo los paneos. Aquí, es cierto, es una casa de dos pisos con cierto aire de algo común y, aunque me gusta que por las ventanas se ven palmeras o, a ratos, aviones cerca porque el aeropuerto está en corto, y es cierto que también se respira cierta humedad, es un desperdicio no salir a devorarse a gajitos la transpeninsular. 

Mi hermana y su chico, y seguro todos los que supieran que estoy acá, considerarán un despilfarro que me lo pase leyendo aquí. Sienten un poco de lástima como para el perro si no hago que mis días acá parezcan un salto en paracaídas a diario. Cuando vuelven del trabajo tengo yo clavada mi vista en la página trescientos de una novelita cursi. No lo entenderán, no sabrán que disfruto estar aquí, como Heminway, escribiendo y leyendo. Pero tampoco se equivocan. Debo y quiero salir a acabarme las sandalias, a secar los párpados debido a las lamidas del sol, a beberme a rubias de bikini con la mirada o morenazas que se ejercitan a la orilla de la playa; debo acostumbrarme a capotear vendedores y guías de turistas y que sepan que soy un caminante y que, aunque podría turistear, prefiero comer mucho y beber abundantemente antes de que alguien, con voz chillona, me diga la historia de aquí. Aunque tampoco creo que termine mal eso. Paseo. Siento la ventolera de una ciudad pacífica y paceña, tan parsiomoniosa, tan campechana, a pesar de estar al norte, por estar cerca del Pacífico. 

El día fue andar. Como si fuera un deseo consciente, postergué la llegada a la playa. Caminé un largo rato bajo el sol. Cuando llegué me puse a hacer que una octogenaria haría: aplastarse a leer. Y lo hice después de caminar unas dos horas, a mi antojo, a mi ritmo, pensando en varias cosas, respirando profundo, tostando la piel un poco. 


Se notan mis gerundios porque lo cuento como si lo contara justo al lado de alguien, como si necesitara decirlo para justificarme. Compartoun estado muy a la Reinaldo Arenas, o a lo que me parece que le tira esa sensualidad de los pasajes donde todo es jugar al paraíso y charlar, acostumbrarse a sonreír y a tomarse en serio las charlas en medio de la luz propiciada por la desnudez azogadora. 


Leí, entonces, durante varias horas que interrumpía cuando pasaba alguna morra con bikini que me distrajera. Leí, entonces, interrumpido, también, por el viento que aletea en los cachetes y pone la piel chinita; interrumpido, además, por ese trajín de aeronaves ruidosas que pasaban por el cielo despejadísimo, una panorámica para mí: un difuminado, un impresionista, un conceptual, un mar y su cielo, hasta el fondo, oscuro azulí. 

Y recorrí, a voluntad, las calles de la colonia de mi hermana, bajé un par de pendientes y llegué a la transpeninsular que promete darle la vuelta al bracito del mapa mexicano. Pero eso sólo lo dicen, cuentan que es precioso el paisaje, no lo dudo porque lo que he visto de esa línea de asfalto es que está parapetada entre puro mar azul turquesa, azul mar, azul azul, y conatos de desierto, palmeras borrachas, árboles como capomos pero no sé si lo sean y, de pronto, cactus como estilo nuevo México. Seguí. Rajé con una perpendicular la ruta de las otras tardes con mi hermana y no fui a San Lucas que es el Cabo donde dicen están los hoteles más selectivos, más acondicionados para el turismo VTP y los dóllares en derroche si fuera yo el que los quisiera pagar. Caminé, en cambio, hacia lo conocido como el pueblo viejo, que ni lo es tanto ni es tan pueblo, sólo es un acondicionamiento de una zona para que la gente sienta que está en México y encuentre, entonces, zarapes y tacitas y caballitos tequileros y una que otra curiosidad que siempre es eso, y siempre llama la atención de los caucásicos que con el sol se ponen colorados, colorados. Caminé en perpendicular y no fui a la Marina, como ayer y antier, y no encontré yates cerca o leones marinos devorando pescados cerquita al muelle, ni promesas de botes de pesca baratos y alucinantes, ni viajes a ver el atardecer en no sé dónde, ni Puerto Paraíso, ni bares donde se siente uno en otro lado y no en México. Fui por la banqueta, merodeando, bobeando y vi un Milano o un Elektra, también una Tres Hermanos y sentí que estaba en un pueblo de hace quince años. Vi pasar el sol un poco adelantándose a mí y creo que me dio por seguirlo. No llegué pronto al mar, pero cuando llegué fue como obturar lentamente todo y sentir la arena caliente en los pies llagados. Y, sí, sentí la inmensidad y me desnudé y esperé un rato para no atragantarme con la soledad del chico que mira a solas un paisaje que es de todos. 

Me ampollé un poco los pies, pero regreso de mi día conmigo mismo con los hombros relajados por una sensibilidad, quizá adormilada o posiblemente despierta, gracias al ritmito de las olas que no cesa y que hace sonreír de recordarlo porque es permanente y tiene su felling para acompañar la lectura, la asoleada, la mirada. Una imagen cursi la que dejo pero tampoco puede ser otra cuando todo es calma y diálogo consigo mismo y preguntas silentes sobre cualquier cosa, sobre hacia dónde ir o sobre si parar aquí o allá, pensar si comprar agua o cerveza, si responder a la gente con un hola o un qué tal cuando lo saludan a uno en la calle, una costumbre que en el DF había olvidado un poco pero que ahora alientan tanto los viejos como los meseros y hasta la muchachas que, en bola, juegan a hacerse las coquetas y lo chivean a uno diciendo holas risueños y que alegran la tarde. 

He vuelto en camión. Ruta 1, buses de escuela gringa, gente achispada pero al final del día, contingente que se medio conoce por los horarios, que se mira y sabe que es hora de descansar. Cae el sol y la ciudad se adormila en sus normalidades. Cae el sol muy temprano y aquí, a las seis y media del reloj local, ya es de noche, muy noche en ciudad chaparra donde la luna se espejea las chapitas y el conejo en el centro del mar que le muestra un Van Gogh y que, si es cierto que es vanidosa la de nocturnal jornada, seguro siente que tiene arrugas pero, para quienes la vemos mientras recorre el bus transpeninsular la carretera, notamos que es llena, nueva o de equinoccio de invierno, y que es impresionante. 


Hacía un poco de viento y se sentía frío. He vuelto así porque atiné a caminar rumbo a la pequeña avenida por donde pasan las rutas 1. Caminé calculando, con brújula interna después de comer en una palapa unos tacos de camarón con tortillas de maiz de tres colores que no estaban nada mal. 

5 Escrúpulos y jaculatorias.:

B dijo...

Hoy vagué un poco por la red y te encuentro en una narración deliciosa. De verdad te ví ahí y es gusto saber de ti.

B

Unknown dijo...

Es finalmente harto difícil romper un hábito tan arraigado...ver pa' adentro y la lectura tenían que figurar en el interludio invernal...un gusto leerte.

LSz. dijo...

B, también es lindo saber de ti. Un abrazo.

LSz. dijo...

Un interludio invernal, ¡fantástico!

Gracias por pasar, Maryum

María Luisa Otero dijo...

Una narración deliciosa, que me llevó a caminar por los mismos sitios, a ver con tus palabras el horizonte y el mar, y el sonido de los aviones. Gracias por compartirlo, algún día, escribiré la crónica de mi viaje con esa inspiración que aún existe. un abrazo amigo!!

 
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