El día que Carlos Hermosillo hizo campeón al Cruz Azul por última vez en su historia de segundón, el día que Comizzo, hasta ese domingo héroe de León, alegaba haber recibido un “carazo” sangrante en su botín bienintencionado, fue el día que mi padre se demostró, sin saber muy bien cómo, que era un buen padre. Le sucedió frente a su hijo menor, un bulto cándido de rizos doraditos y ojos color claro a quien ni mi padre ni mucha gente le pueden negar nada cuando muestra esa cara de Gato con botas.
Mi
padre había prometido llevar a mi hermano menor a la final de futbol de primera
división de esa temporada. Un aire de triunfalismo, muy de por allá, se
respiraba. Los esmeraldas tenían la autoestima del tamaño de Carlos Reynoso en
el banquillo. Misael Espinoza, Medford y Sigifredo Mercado apuntalaban esa
escuadra vestida de verde. Confiaban porque jugarían en casa; Palencia y “el
conejo” Pérez, “el maestro” Galindo y “Lupillo” Castañeda venían al Bajío con
un gol de ventaja, una raquítica diferencia que los consolaba.
La
esperanza casi inexistente era la de mi padre. No veía cómo entrar al estadio:
sin boleto y con cien pesos menos el pasaje Irapuato-León en la bolsa lo hacían
ver impensable. Eso era el saldo de mi padre, esos ochenta y tres pesos y unas
tortas caseras que le había entregado mi madre junto con esa frase de las
madres cuando le exigen al esposo que cumpla: tú se lo prometiste, dicen que
dijo, y los encaminó a la terminal. Prometió como esas promesas que se hacen
para ser olvidadas. Pero su hijo no sabía de eso. Era un niño con ganas de ir a
ver futbol. A mi hermano no se le olvidó esa mañana de partido que despertó
sólo para eso.
Imagino
a mi padre intentando convencer a su hijo de no ir. Distraerlo. Pero los hijos
no sabemos hasta dónde no pueden llegar los padres, ese horizonte que sólo
comprenderemos unos años después, al llegar, irremediablemente, a ese monstruo
con disfraz de futuro. Imagino al padre y su angustia de los sesenta y tantos
kilómetros que hay de ciudad a ciudad, de los miles de pasos rumbo al Nou camp.
Suspiro.
Vuelvo a imaginar su resignación de ni siquiera anhelar boletos ya agotados o
incomprables. Lo imagino ahí, entre la muchedumbre con banderas y tatuajes
verde y blanco, tomando de la mano a su hijo menor sin saber qué hacer, sin tino
para evitar la anunciada decepción, la certeza de que defraudaría, a muy
temprana edad, a su Benjamín. Siento el sentimiento de estar leyendo On the Road de Cormac Mcarthy, esa
novela desoladora y angustiante donde uno se da cuenta de lo abrumador que debe
ser actuar como padre.
Cuentan
que logró colar al niño, aunque él se habría de quedar fuera, comiéndose las
tortas, esperando a que el hijo viera el partido. Al menos no todo estaba
perdido, habrá pensado. Pero uno, como hijo, estira las manos en busca de su
padre cuando se siente solo, como el Nazareno que lo llama en la mismísima
cruz.
Mi
hermano, más que por soledad, por saber que quería ver ese juego con su padre, abandonó
el estadio para buscarlo. Comprendió, quiero creer, que era una empresa a la
que no podrían ir juntos y no quiso ver si no era junto a su padre. Invento
esto. Imagino a ese niño que ve a lo lejos a su padre que sonríe para intentar
tranquilizarlo. Gira el rostro varias veces y cada vez se confunde más con la
mueca de su padre porque los niños son expertos en la sinceridad de ese gesto. Y
renunció a su deseo por él, que había hecho lo que pudo por cumplirlo. Imagino
la incomprensión de mi padre ante lo hecho por el niño; uno abdica del deseo
propio gracias al amor, y de un hijo se puede esperar eso.
Los
puedo ver de pie, un monumento a la resignación, pensando en dónde ver el juego
fuera del estadio cuando sucedió lo inexplicable, lo increíble, eso que ya no
esperaban. Mi hermano reconoció a un comentarista de la tele. Vio, a lo lejos,
a Roberto Gómez Junco. Fue a saludarlo. El padre siguió al chiquillo. Pidió al
ex futbolista, genio de la lámpara esa tarde, un deseo. Éste le indicó al de la
puerta que ellos, mi padre y mi hermano, iban con él.
Cuentan
que entraron por el túnel de cancha, que pudieron tomarse la foto con los
equipos, que decidieron subirse a la grada porque desde las bancas no se veía
bien. Que recordarán con gratitud, siempre, a Roberto Gómez Junco porque les
concedió, y seguro él ni lo recuerda, la alegría de ver cómo el Cruz Azul fue
campeón por última vez en el 97, un recuerdo nítido en la memoria de mi hermano.
Pero sobre todo, yo guardo la estima y la gratitud que no había manifestado
antes para Gómez Junco porque ayudó a mi padre a cumplir un sueño roto de
antemano: el de ser un padre que cumple sus promesas.
Cuando
me lo relataba mi padre esa misma tarde, como ahora, lloré de la emoción de
saber que, al menos una vez en la vida, mi padre fue el héroe que desearía ser
cualquier hombre bueno.
4 Escrúpulos y jaculatorias.:
No Carlos Reynos, sí Vucetich.
Qué cosa.
Que bonitos recuerdos Felipe..y tmb los de Angelitoo. Saludos
A mí ya me ha alcanzado el mounstro aquél y tu historia me ha tocado profundo. Me gusta leerte me parece todo muy cercano y yo también recuerdo esa final me trajo nostalgia, je . Un abrazo B
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