Yo
quería ver a Ute Lemper aunque fuera en gayola. Yo quería mucho humo de Cabaret
para mi noche. Buscaba lo que se busca en tiempo de río revuelto. Como en los
locos años veintes, el objetivo, quizá, era anestesiarse. Es posible que la
visita de la cantante alemana fuera un símbolo.
Invertí
lo poco que no tengo de dinero para comprar un par de boletos a precio
preferencial y colarme a esa burbuja el 15 de octubre del 2013. No tuve tres centavos más para llegar a la cita.
No pude ver cómo ella decía ¡Guanaguato!,
y hablaba de la ciudad como de un sitio fascinante, ni cómo interpretaba poemas
de Neruda en un español aflautado; lo pronunciaba dudando, pidiendo disculpas. No
pude ver los rostros del público que aplaudía, manifestaba su emoción desbordante
al ver ese espectáculo que canta el momento fronterizo con el final del mundo,
ese crepúsculo del periodo de entreguerras cuyo centro es la memoria del
Holocausto. La pianola toca desde el patio de juego de los oficiales Nazis. Es
una época sin culpa, un momento agridulce.
Lemper
habla varios idiomas quizá pensando en las muchas nacionalidades que
convivieron en el momento antimonárquico, de crisis de las naciones, de
claustrofobia y miedo, paralizante miedo. La noche siempre ha sido el momento
para cantar, el espacio de felicidad idiota, único refugio ante la masacre. La
tropa que abarrotó el Teatro Juárez se entregó a ese canto de sirena. Pero yo no
pude moverme de este escritorio desde donde escribo. Debí escuchar,
clandestino, como el curioso impertinente que soy, tras bambalinas. Como si
fueran otros tiempos, sintonicé el radio, tuve el ambiguo privilegio de ser
testigo desde lejos. Me entregué a la imaginación.
Las
erres de Ute colmaron mis sentidos. Supe que era otro tiempo. El de antes de
Hittler. Marlene Dietrich no padecía la censura y las palatales se pronunciaban
con orgullo y seducción. Marqué con un pie, siempre el izquierdo, el ritmo de
la batería de jazz, esa música de obreros angustiados, de pies húmedos que
engañaban a la tristeza del sometimiento. Ella era el ángel azul y enviaba
besos, quise que fueran para mí. Bastó conmoverme a kilómetros de distancia, atento
a la pequeña luz que indicaba cuando ella alcanza notas agudas. La tristeza de
tiempos difíciles obedece con el silencio ante la escandalosa banda que canta
el dolor sin que nos demos cuenta.
Cumplí
mis fantasías: estar en ese otro lado, donde deseaba. Sonreí en soledad, la
soledad de la Polichinelle, otra dimensión:
un baile de máscaras, maniquíes y cosméticos. Era la mujer en la noche que con
la voz evocaba, traía hasta aquí esos delirantes años mientras abría las alas
desnudas como un escudo que recoge aplausos. Un farol y la sombra blanca de Ute
hacían pensar en Edith Piaf, en La
acordinista. Dejó en el aire brumoso de la nostalgia esas líneas: “Vives en
una gran ciudad pero te sientes solo”. El bandoneón rompía el silencio y yo asentí
con la cabeza, mientras una muñeca de rostro empolvado, labial rojo y vestido
brillante entonaba, al lado del río Sena, algo de Jacques Brel, una oda al
dolor, el sentimiento más noble, diría Wilde. Un brazo divino la hacía contorsionarse
como un títere extraviado.
Fui
un arlequín. Sonreía para no llorar, carcajeaba sin querer pero no de alegría
sino de delirio. La canción del soldado
no me dejó escapar. Era la Guerra, el momento donde la consciencia de finitud
lo gobierna todo. Me instalé en la noche de carnaval, de cabaret, la parodia de
la vida transformada. Vi un fonógrafo, no había luz, pero sí abundante humo y
el champagne desbordaba las botellas, esa espuma a consumirse salvajemente,
como a sabiendas de la fugacidad y lo frágil de la vida. Era el temido
recordatorio de la muerte. Era la guerra, ese momento del mal, de la banalidad
del mal: nuestro drama, el dolor que, paradójicamente, nos hermana.
Fue
la noche que no asistí al concierto de Ute Lemper, cuando las ondas de la radio
universitaria trajeron un murmullo que hizo que me temblaran las rodillas, cada
vez que las erres de Ute Lemper se estrellaron en mi pecho.
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