A muchos de nosotros nos habrá
pasado eso de ser testigos de personajes que comparten con nosotros la edad,
las inquietudes de la primera juventud; que destacan como destaca el pintito en
el arroz, el zurdo entre los diestros, el rubio entre morenazos café con leche.
Me refiero a alguien que no lo sabrá del todo nunca pero que nos ha dejado en
la memoria algo de su temperamento o su personalidad, una muestra de eso que a
esa edad aún está contenido pero que será inevitable que emerja. Esas
cualidades que se cristalizan en nuestra memoria tras algún momento en el que
un chisporroteo, una centella del genio que podríamos tener enfrente, con el
que compartimos las butacas de un salón, se manifiesta. Yo recuerdo imágenes de
tal o cual niña contando chistes mejor que Polo Polo, o a alguien que sabía
cosas que los demás no. Eran infantes con un paisaje interior más coloreado,
algo más lleno. Dos niñas se me vienen a la mente, posiblemente invento.
Nereida se llama una, tan disciplinada y talentosa como para atreverme a
afirmar que de quién nos acordamos los alumnos de ese tiempo es de ella. Otra
fue Garbiñe, que desde el nombre lo dejaba a uno preguntándose la pronunciación
o el origen o el significado. No era la primera ocasión que yo la notaba. Ya me
había sorprendido verla dando vueltas en bicicleta por las calles de la ciudad.
Pero el momento en que pienso fue ese día cuando el maestro de español, un
viejo al que le decíamos el “astronauta”, preguntó si alguien podía decirle a
qué se refería la palabra “regente”. Nadie en el aula lo supo salvo ella, y yo,
que la sabía por haber visto una película con Julio Alemán donde él la hacía de
“regente” pero que esa mañana no dije nada. Todo mundo creyó y seguirá creyendo
que ella era la única que podía responder, no sólo a esa adivinanza de una
palabra ya en extinción por nuestros días de secundaria, sino a muchas cosas
más. También recuerdo a “Pancho”. Podría decir que a quien no olvidaríamos los
de mi generación en la primaria; resultaba excepcional. Pelirrojo y genial, repetía como tarabilla datos sobre la
historia de México que aun a mi edad actual no sabría si no fuera por él. Es
como si en mi infancia hubiera tenido en el pupitre contiguo a una máquina con
una memoria ram sorprendente. No sé
si suceda seguido, si alguien aquí pudiera decirme que me equivoco y que lo que
le viene a uno de las épocas estudiantiles no es eso sino algo más. Sólo que
supongo que a muchos de nosotros nos hubiera dejado sorprendidos la inteligencia
o algo destacable en alguien como los que arriba he mencionado, con quienes
compartí los días de escuela.
Parece que no fui
el único que vivió eso y que piensa lo otro de las experiencias en alguna
clase. Viene a colación Rafael Solana, poeta y editor, miembro de una
generación de escritores conocida como la de Taller, que celebra a dos de sus integrantes
este año (uno es Octavio Paz y, el otro, es éste en quien piensa Solana cuando
cuenta que conoció a Efraín Huerta, que al principio no se llamaba Efraín sino
Efrén Huerta Romo). Dice Solana que ese muchacho venido de Silao los impresionó
en mitad de una clase de historia de México. Podemos especular si levantó la
mano o no para participar o si el maestro esperaba que supiera lo que iba a decir
o no. Pero, lo que no podemos soslayar es que significó una marca de agua para
sus compañeros que terminaron acercándose a él con admiración, como si vieran
el hielo por primera vez o, mejor, como si fueran José Arcadio Buendía y les
hubiera sorprendido tanto el imán que Melquíades llamaba la octava maravilla de
los sabios de Macedonia, mientras arrastraba a su paso tornillos y lingotes
metálicos, como si tuvieran vida. Imagino la admiración de Solana. Huerta había
sido el único de la clase que sabía de Alfonso Reyes. Los sorprendió.
Descubrieron esa mañana a un aprendiz de dibujante, a quien le gustaban mucho
las canciones. Luego, se decantaría por la poesía, ésa que ahora podemos
disfrutar gracias a que los mismos compañeros de la preparatoria lo incitaron a
cultivarla cuando supieron que versificaba. Se autonombró Efraín. Dejó de
llamarse Efrén para convertirse en un personaje romántico: Efraín, como el de María de Jorge Isaacs. Ni él ni sus
amigos se podían imaginar que estaban ante quien llegó a ser el primer Poeta
del país.
Publicado en http://www.am.com.mx/opinion/guanajuato/no-se-llamaba-efrain-era-efren-8854.html
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