La elección.


Estuve en una exposición esta noche. El orador que nos habló un poco de la vida y de la obra  subrayó aristas que, a su parecer eran rescatables. Atinó, creo, sin darse mucho cuenta, en algo que probablemente había pasado desapercibido en la pintura de Zárate, quizá porque siempre se le somete a una crítica un tanto de lugar común, sin perjuicio de la obra, la han ido limitando debido a la repetición. Se dice, casi siempre, que el pintor es un naïf. Lo dicho, es cierto, pudo ser cierto desde siempre, pero, beuchot escalaba, esta noche, unos ángulos más.
Me tomo la libertad de comentarlo. Me ha parecido acertado. Suscitó en mí, de nuevo, como cuando hablo de Raúl, la sensación de que la obra, muestra un tanto de la vida, tiene eso que de entrañable y honesto y memorial se le exige a la obra cuya existencia es perdurable. Decía este crítico de arte que el pintor sería un representante fiel a lo irreal del modelo planteado por Juan Rulfo: hombres con miradas iluminadas por una tristeza de pérdida y de búsqueda; una tristeza natural, no violenta, o por lo menos no de una urbanidad llena de amarillismos y miserable por hueca, sino de la elección del viejo que, ya consciente de la muerte, la dibuja a cada paso.
La exposición, además de los ya conocidos paisajes o acuarelas, presentaba autorretratos, varios, muchos. El pintor está en una frontera en el que desea, melancólico historiador de sí mismo, detener el tiempo. Recuerdo el retrato, junto a la silla de ruedas y me parece que al pintor, le interesa dar cuenta de “los pasos que siente en la azotea”, la sensación de finitud.
Raúl es un tipo sensible desde siempre, no miento si digo que es amo del color y dueño de perspectivas precisas, una técnica no técnica a fin de cuentas que, con el tiempo se ha alejado del naïf para torear con otras técnicas y asimilar su tradición. Podemos notar algo de apocalíptico, un vocativo a la conciencia, ese audaz llamamiento en el que al punto de sentir el vitalismo de la cercanía con la muerte la reacción produce vida. Pienso en cómo se puede considerar algo más que ingenuo a Raúl y las siguientes aristas pueden dar algo de nitidez al respecto: la consciencia, o la toma de ésta, o la reacción y resistencia que propone en algunos de los cuadros enmarcan elementos del existencialismo, herencia tanto de las lecturas sartreanas como de esos tiempos que nos han llegado casi emborronados, que se han escondido tras la marabunta del vértigo de nuestros días, esas décadas apabulladas por la caída de los bloques de la Europa del Este, de la Cuba de otros tiempos, la desaparición de los barbudos, el sometimiento de todos ante el capitalismo rapaz que no se parece, entonces, que se olvida, quizá, del estilo de vida discreto y justo, reflexivo y sensato, casi despreocupado que podemos encontrar en la pintura que Zárate deja. Pero en esos cuadros donde la masa crítica pide pan, pide justicia, está, también, ese mayo del 68, esa Plaza roja, ese Buenos aires herido. Está, también, ese Tlatelolco que aún hace poco sugirió esperanza de un cambio de orden de las cosas, un revisionismo que se pregunta por la manera de habitar la vida, situarse en el mundo. Están las lecturas del México que Fernando Benítez refería en sus textos. Veo, también, la presencia de la onda corta, el radio y sus noticias, la música y ese espacio tan nostálgico como evocativo de otras épocas cuando nuestras referencias eran Porfirio Cadena o Kalimán.
Algo de escatológico, también, podemos ver aquí. Demonios y espíritus, carnalidades y cuerpos coloridos. La mirada se posa en todo pero prefiere lo marginal, pero no el margen por la exlusión sino por lo que se elige: el margen como horizonte desde donde se funda todo. La distancia del pintor está planteada por Raúl como la del mirón, como la del paseante, con cierto aire naïf, pero también con toda la carga crítica de Benjamin o de Baudelaire en su Spleen, en sus Escaparates. El margen también fue, siempre, la provincia, la manera de mirar a distancia. Ahora que han expuesto, por lo menos, cien cuadros de él, me he quedado con la certeza de que, en algún momento de la ronología, varios nos perdimos, nos volteamos a la oscuridad y decidimos, antes que otra cosa, ser tristes.
Me llena de una nostalgia entrañable e inocente y, con ello, pura y amoral. Lo que he vivido esta noche: la remembranza que duele un poco, no por paradigmática, sino porque no vuelve. Apenas hace unos años, no muchos, veía al pintor del que hablo, buscando en los tianguis de fierreros en el mercado triques para su espacio, "La castañeda", su galería. No han pasado ni cuatro lustros, que desayunábamos huevos a la mexicana en el pen house del Hotel Versalles; en esos tiempos, quiero creer no tan lejanos, optábamos por el surrealismo. Hice mis aportaciones mientras yo contaba mis sueños de niño, Raúl pintaba a Comala en Irapuato, a Irapuato en un tono que gravita, debo apuntar, entre la insolación y lo fantasmal. Nada lejano a la afirmación con la que inicié este comentario. Raúl Zárate era el representante que le daba color a aquél escritor de dos libros, de personajes con llagas y con tristeza, en búsqueda del origen, del padre, de la vida. Cuento esto y lo apunto porque Zárate me contó hace un tiempo cómo, a los ocho años, emprendió el viaje “paramiano”; mejor referencia no se puede encontrar. Le dijeron que estaba en Tamaulipas. El viaje lo hizo en tren. Llegó hasta Tijuana donde finalmente lo encontraría; como encontraría también una gonorrea en los congales de por allá. Su tiempo adolescente es un tiempo posrevolucionario y de precariedad, de analfabetismo y de descubrimiento del mundo. La experiencia de encuentro quizá, al tenerla, le hizo retornar como el hijo pródigo al lugar de origen del que había huido para buscarse el mundo.
Los rasgos que cumple Zárate en su vida, son rasgos del marginal, del profeta, del hijo pródigo, del que hace de su vida una obra de arte. Y, la pintura, ésta que no sólo devela, sino que extrae las sensaciones humanas y hace que suceda la experiencia artística. No es un sujeto mirando ni mucho menos una experiencia de fascinación solamente; tampoco un objeto inanimado que está en disposición para ser visto, sino, justamente, el fenómeno de ligazón entre el que mira y lo que es mirado: el fenómeno.
Es cierto que verle a oscuras y dependiente me ha conmovido. Pero "el jefe" ha logrado desenterrar al punto de la transformación, lo que Ricoeur, suele llamar Felling. La pintura de Zárate urge a ese electrocardiograma vital que, a veces más escondido o algo aperezado, habita en los individuos. Ha sido una noche entrañable. Ha suscitado, un murmurante suspiro. Como que no quiere la cosa, a este espectador le ha dado la aparente certeza de que el camino que ha elegido Raúl Zárate es el del artista donde el único experimento interesante radica en ser  él mismo el objeto de estudio.

2 Escrúpulos y jaculatorias.:

tu.politóloga.favorita dijo...

Un viaje paramiano! Now that's interesting!

Rosa Delia dijo...

Las miradas y la cercanía, de los mundos, de lo infinito se vuelven cercanas a lo que me es más íntimo.
Rosa Delia

 
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