Textitos.


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Yo compartía mi vida con un anarquista. Pedía huevos a la mexicana y café con leche, en vaso de vidrio. Él cuidaba que no echara a perder pinceles y carboncillos. Nunca fui pintor ni fui diestro para las manualidades; sigo siendo zurdo y los zurdos no podemos ni siquiera recortar letras del periódico sin tener severos problemas. Mejor convivía con sus sombreros, jugaba a ser otro, jugaba a ser revolucionario, antorchista o músico; caballero de los treintas, obrero de tabacalera o ferrocarrilero.; mejor me disfrazaba de “el Jefe” cada que podía, mientras él, desde lo alto de un hotel ya viejo, jugaba al sueño de detener el tiempo: hacía surgir a un Irapuato que sólo los que se han ido conservan. Quizá es tan profético Raúl Zárate por esto último. Porque aún sin haber dejado de merodear y vagabundear y sentir la ciudad como sólo él lo sabe, aun con eso, nunca dejó de ver aquel sitio en el que había otras cosas. Nunca lo dejó ir. De aquél del que pocos conservamos el pasado, Raúl se ha dado a la tarea de iluminar y darle gloria a aquello que la memoria no conserva. La profundidad de otros tiempos conmueve porque trae consigo lo que fuimos, lo que nos hace, lo que seremos.

Y contábamos cada uno sueños de noches pasadas, nos incluíamos en el surrealismo. Por eso ahora cuento un sueño de ese sueño. Por eso ahora me parece estar soñando que cuento lo que soñé aquellos veranos de los años ochenta.

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Solemos admirar la vida de los otros en perspectiva. Resulta normal que, cuando las circunstancias nos muestran algo más o menos evidente, unas ocasiones tan evidente que ofende, seamos incapaces de ver algo digno de verse. Pareciera que ejemplificamos aquel viejo pero acertado proverbio en el que nos convertimos en el imbécil al que le muestran la luna y sólo es capaz de ver el dedo que la señala. Me temo mucho que lo que se diga a continuación haya sido escuchado ya. Me temo mucho que lo que se escriba aquí sobre quien se escribe no sea más que mímica trivial y vacua. Me temo que dedicarle palabras a Raúl Zárate es institucionalizarlo y hacerle correr el riesgo de perderse entre la palabrería y lo cursi. Haré entonces un recuento de la historia de varias historias que Irapuato guarda increíblemente en sus entrañas. Un pasaje del Irapuato de los ochentas entre el Hotel Versalles, entre la Alianza Francesa de Berriozábal, entre almas sensibles que los años medraron, y las oportunidades que el destino, por más triste que parezca, permite vivir. Entre Raúl Zárate y Emmanuelle Houllés, la francesa aquella que siempre creyó en él.

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Después de veintiún años, que no son pocos, E volvió a Irapuato, al sitio en el que aún se escuchan pájaros y preocupan cosas que en otros lugares son simplemente nada. Después de dos décadas encontró a R en un estado que no imaginó nunca. Después de veintiún años, después de dos matrimonios y con una larga historia a cuestas, -su causa en aquel tiempo y en éste es R.- lo ha encontrado ciego, diabético, pero empedernidamente esperanzado. Pero aún loco. Este es R y es lo que hay. Para R, E era el ángel que necesitaba. R solía pensar en todos como ángeles. Pensaba que hasta aquél que le ayudase a cruzar de banqueta a banqueta, bajar una escalera o transportarlo a algún sitio, era un ángel. Había pintado, por ejemplo, autorretratos en los que postrado en esa maldita cárcel en ruedas, se veía imantado de la desgracia vital por ángeles. Escenificaba precisamente esto. Todo bajo mística cubana y de hombre que escucha radio. Todo desde esa silla de ruedas que hedía a imposibilidad, a minusvalía, a olvido. Se veía a sí mismo llevado por una media docena de ángeles que lo atraían. R se veía ligero en las manos etéreas de aquellos ángeles. R era un loco esperanzado.

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L respondió al teléfono. El que llamaba era R. Éste le informaba emocionado que E estaba en casa. L imaginó a E. Luego, comprobaría que su imaginación o su recuerdo maniatado por la ilusión le habían quedado a deber. E era alta, de cabello rizado, nariz aguileña (verdaderamente aguileña) con vestido de manta con tonos verdes y color plata. Zapatillas de ese mismo color y cigarrillos que encendía de rato en rato. Un español fluido y muletillas en francés. Era la segunda ocasión que R insistía en llamar a casa de L. La primera ocasión R había dejado un mensaje en la máquina contestadora. El martes siguiente que L descubrió el mensaje y lo escuchó enfermizamente le asaltaron unas incontenibles ganas de llorar. Vinieron años y años de tristeza y de recuerdos agolpados bajo la imagen del mismo L con pantaloncillos cortos y camisetitas al estilo de marinerito. Eran recuerdos infantiles. Eran recuerdos que L no había notado que le obsesionaban. E estaba en Irapuato.

Ese domingo, en el segundo intento de R, L respondió. Soy R, eres tú L. Sí. Mira, está aquí conmigo E. Está conmigo. Ojalá puedan darse una vuelta. Saben dónde estoy verdad. Sí. Sí sé dónde. Ahora vamos, respondió ansioso L. Para L era una suerte de sueño literario. Una historia a la que se había aferrado toda la vida y que ahora le encontraba en la mierda de pensar en el pasado. Sin embargo, y pese a todo, el pasado olía a redención. Y de tanto evocar, después de dos décadas, E apareció. Había estado en Estambul y en el Magreb, París y Argentina. Apareció con toda su humanidad y R rejuveneció. R dio cuenta ello. R se vio, veinte años menos, charlando y caminando y pintando y comiendo y riendo y viajando junto a aquel par de franceses de aquellos años, simplemente juntos. Simplemente, una vez sí y otra no, como intelectuales de provincia, es decir, hombres profundamente solitarios. L supo que no había vivido en una mentira. Y entonces se pudo ver. Entonces deseó despojarse de todo. Entonces quiso abrazarlo por todo aquello que estuvo alimentándolo tanto tiempo. Entonces se vio sin mundo. Entonces supo que había que irse. Y entonces también sintió más miedo que nunca. No eran los ochenta, pero parecían. No eran, pero hedía a aquellos años. Era el 2008. Veintiún años después. L vivía acomodado en un sitio idiota de docente. E era funcionaria. Sólo R seguía siendo el mismo cabrón entrañable que había hecho llorar para siempre y desde siempre a L. Era capaz de eso porque su vida hablaba por su obra, y la obra misma era el pasado. La elección de éste y la exaltación de aquéllo, que no por dejarlo de ver no existía. Ahora L piensa en R y en irse. Piensa en la tristeza. L piensa el tiempo y lo cruel que suele ser. Ahora Escribe sobre R o sobre todo, e imagina aquel autorretrato que R describe como si aún pudiera estar mirándolo. Lo pinta con las manos trémulas al viento de una sala entornada por sus propios cuadros, la mirada hundida en el abismo y la sensibilidad del artista que, pese a la batalla contra el tiempo, anticipadamente perdida, se ve inmerso en la feliz batalla en contra de éste. Se ve a sí mismo posibilitado a detenerlo para nosotros, encuentra sin duda en el sueño de happy ending la esperanza de seguir viendo aquéllo que no todos ven: al hombre y el sentido de la vida, la finitud y la posibilidad de maravillarse con las cosas cotidianas, como el mismo encuentro con el pasado.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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