B XIII (septiembre 11)

Yo fui poeta. Escribí la poesía más hermética, donde no se entendiera nada. Lo decía todo para mí. Cada palabra era un festival. Era un diletante de Blake. Sólo había leído un poema, pero con ése me bastó. Había sido en una clase de romanticismo, una clase muy mala, pero de encomiable sensibilidad. El profesor nunca preparó una clase, lo supimos siempre. Alguna ocasión, sin embargo, se emocionó con la exposición en la que enlistaba a Brahms, a Beethoven y Wagner, corrió al auto y trajo un par de cd y nos explicó el romanticismo a partir de una pieza de Brahms. Pero preparar clase, nunca. Nos impartió tres o cuatro clases. Le entró al quite en lugar de aquel profesor que nunca fue, aquel que llamaba a las morras “musa” vehementemente, aquel al que el cáncer de su mujer lo dejó viudo. Este fue el profesor que me hizo firmar varias sentencias en aquel entonces, en aquellos días de universitario diletante y tonto, ingenuo y emocionado. Propició que yo pidiera otra oportunidad a F después de un rompimiento que me había liberado. Me hizo masoquista el muy cabrón; la perseguí un poco por los callejones, le cantaba y tarareaba aquella canción de Delgadillo que se llama “tu prisa”. Nunca más nos separaríamos, no hasta hace un par de años. Yo aceptaría no moverme más, aceptaría vivir perseguido, acusado y, en los últimos años, extrapolado a un extremo junto con los objetos del departamento. La otra sentencia, harto más literaria fue armar andamios en los que todo sigue teniendo referentes en las otras voces, en los que son la memoria del mundo. No me volvería a dar clases Báez. Pero con su pasión bastó. Con el 68 de Rayuela bastó. Con Concierto barroco bastó. Con Le jornal de un voleur bastó. Con el Placer del texto bastó para saber que aquí era un buen lugar para quedarse.
Yo fui poético. Bien poético. No lo recuerdo, no recuerdo cuándo y cómo era. Me salta la risa de pensarlo. Yo me solazaba, según me hace recordar alguien, en una suerte de piscina poética, cómo era y qué era lo que daba esa impresión no lo sabré. Ahora recuerdo que me llegaron a decir sátiro. Recuerdo que di un tiempo por jugar con ejercicios de estilo sobre mis besos, los que nunca di sino que me robaron siempre. No puedo evitar que me venga un gesto risueño, ¿cuándo me petrifique tan escandalosamente? Todo parece una introspección o una inclusión hacia el fondo. Soy incapaz por lo que se sabe ahora de alegrarme vehementemente y ser buena onda y reír de mí sin este aire de lamento. Parece que en otro tiempo fui un niño divertido. Tenía 19 años y era medio sátiro y estaba lejos de ser adulto y me lo creía todo y era ingenuo y alegre y no un fronterizo insolente ni autocompasivo. Las noches de octubre me ponían a hacerme un experto en lunas y a lograba decirle piropos a las mujeres sin reservas, sin intenciones, pero sobretodo sin temores.
Yo no soy nada. Después o antes de todo esto existieron todos los sueños del mundo. Y ese año fue que una mañana, cuando soleaba en Guanajuato, las noticias anunciaban un atentado en E U. Recuerdo que lo primero que imaginé oscilaba entre un comando armado y unos bomberman en un edificio lujoso y preeminente en gringolandia. Pero no unos aviones taladrando torres. Pero cuando llegué a la facultad, después de haber escuchado un rato las noticias en un pequeño radio que me habían regalado en una tienda de zapatos todos estaban en la cafetería, ésa que ya no existe y que ahora es un trío de salones, estaban todos con sus tazas de café en las manos, café de olla, y boquiabiertos como yo terminaría estando ante las imágenes. Quizá podríamos decir que el muro de Berlín cayendo era la gran imagen de la generación que me precedía, pero para nosotros, ese once de septiembre que yo recordaba desde siempre porque cumplía años Mary, transformó nuestra forma de ver las cosas. No era simplemente la desgracia, era el evento histórico que todos buscamos para identificar algo de nuestra historia. Tenía 19 años, era septiembre y el mundo estaba cambiando, nosotros también. A los veintitrés años escribí algo al respecto. Era una vorágine de lecturas y eventos y experiencias iniciáticas, más para alguien como yo que venía del cautiverio y que no atinaba ni siquiera a cómo vestirse decentemente. Recuerdo que usaba pantalones cargo y tenis, los pantalones dos tallas más grandes, las playeras guangas, exhibía algunos kilos de más y sonreía ilusionado. Quizá fue en esos días cuando comencé el letargo, ése del que me fue difícil salir siempre, ése al que vuelvo constantemente. Me quedé en esa facultad, y me hice lo que soy o comencé a serlo de alguna manera.

3 Escrúpulos y jaculatorias.:

José Antonio dijo...

Sí, ese es el símbolo de nuestra generación. El símbolo que para mí significa ruina, la desolación de toda esperanza. La caída del ensueño. La pérdida de nuestra inocencia.

Saludos.

LSz. dijo...

La inocencia la había perdido antes, con tanta crisis económica.

José Antonio dijo...

Pero te hacía falta el símbolo...

 
Free counter and web stats