Entender por dónde habré de irme
Las
cajas de cartón están colmadas de libros y papeles, carpetas y cosas que se
fueron acumulando. Llené tres cajas de libros ¿Cuándo me dediqué a acumular objetos
que no uso? ¿Cuándo me transformé en un fetichista bibliómano?
Siempre
he exhibido un desinterés por buscar en librerías. Lo mejor de mi experiencia
literaria se basa en mi oportunismo. Escucho títulos emocionantes, me devoro
recomendaciones que cierto gurú me deja cerca, en las manos. No, no soy
comprador de libros. Pero, ahora, que lleno cajas, doy cuenta de que he
acumulado como hámster. Me apena haber producido tanto desecho: hojas de
máquina, objetos de plástico, cajas que servían como archiveros. Tiré una bolsa
gigante de basura. Todo se va acumulando. Uno se muda y sólo deja hoyos en las
paredes y algo de pelusa.
Durante
meses hice un experimento como ése de Amalfitano en 2666. Al menos equiparable. Él solía dejar una libreta en un
tendedero. Algo surrealista que podría leerse de varias maneras. Ya se sabe,
con un hálito Bretoniano que siempre viene bien al patio de la casa o, en mi
caso, a las paredes de mi chambrita poliédrica. Si tenía puesta una colcha hippie de diferentes tonos de rojo y
naranja, podía esperarse que llenase los huecos, no con posters o con fotos ampliadas de hombres ilustres, como Kant que,
dicen, tenía un retrato enmarcado de Rosseau en alguna pared.
Pero
yo presumía las notas de lo que compraba en el súper, los boletos de autobús,
las notas de los Oxxo, de la ropa que compré, de tal o cual tienda o de
cualquier pago como afiches; a veces, a alguna nota le agregaba lo que había
pagado de renta o de las cervezas consumidas en algún bar. Llevaba una suerte
de contabilidad artísticamente puesta. Las hermané durante meses con pinchos de
colores: ahí están los viajes a Xalapa, a Teziutlán, al D. F.; ahí, también,
mis vagabundeos por Puebla.
Hoy
las tachuelas están sobre el escritorio, la mayoría son blancas, solo una roja.
Recuerdo que robé una idea similar a Javier, ese amigo mío que de pintor se ha
deformado en arquitecto con éxito, hace años. Con hilo de caña colgaba una
manzana de la colita. La colgaba desde el techo, como maceta o foco. Era para
mirar el tiempo con otros ojos, los ojos no de las manecillas. Era como
apropiarse del espacio, o simplemente, para ver quién preguntaba.
Ahora
todo se reduce a hoyos en la pared. El escritorio con boronas de lo que hubo,
algunas cosas que han quedado allí, pero lo demás ha sido desalojado. Todo se
reduce a hoyos en la pared y a cajas en el centro del cuarto. Los ruidos
rebotan como si estuviese desocupado. Me recuerda a esos locales empolvados,
casi negros, en los que uno solía gritar como en el centro de un quiosco y se escuchaba
la propia voz en eco. Hay resonancia en mi cuartucho, la hay, pero es una
manera de ir encontrando el silencio.
He
empacado a ritmo de varias voces de mujer. Hoy terminaré poniendo a Patti Smith,
nomás por recordar a Bolaño. La manera de despedirme de aquí ha sido así, convertido
en una isla, como si se tratara de algo secreto; como si mudarse fuera una
experiencia casi de ritual, casi íntima.
Pero,
alrededor, hay elementos, guiños, miradas. Y están los paseos por la ciudad con
quienes la han visitado conmigo, mi mirada de turista nutrida por cada mañana
que pasé por Catedral, los cafetines o los bulevares. Están las pérdidas.
Están. Orgullosas, están. Le hablo a la ciudad desde sus imposturas y me
detengo a comer tacos árabes y contengo la gula. Pido la cuenta y dejo la
cemita de pata para otra ocasión. Me bebo una última cerveza en este sitio
desde donde he terminado esta tarde intentando pensar la manera de sacar las
cajas, la manera de irme.
A
veces mi pusilanimidad me sobrecoge. Es de un nivel superlativo. He tardado
tres días para animarme a buscar cajas de cartón. Ya cuando me había resignado
a esperar algo espectacular al respecto, sucedió, casi de sorpresa ‒casi
espectacular, pensándolo bien‒.
Me
dirigía a comer. Decidí dar la vuelta en una transversal para no verme tentado
por las cemitas o las enchiladas de mole de esa fonda para turistas a la que
siempre regreso porque, además de ser deliciosas y apetecibles como el primer
beso adolescente, yo soy un paseante todavía y para siempre. Caminé frente a la
oficina de correos. Cuando recogí la mirada pensando lo olvidadizo y desidioso
que soy, encontré una media docena de cajas de cartón de diferentes tamaños, como
si se tratara de levantar la mano en el colegio me metí al lugar y me animé a
preguntar si se vendían. La señora, que me recordó a mi maestra de inglés de
tercero de secundaria, me dijo que sí. Me dio precios y quedé sorprendido con
ellos. Pedí tres. Calculé el volumen de lo que tengo que guardar y asentí
cuando me pedía la confirmación. Tres, dijo ella. Sí, por favor, y un rollo de
cinta canela, agregué.
Todo
está consumado. Creo que hoy comenzaré a guardar libros, pensé. Confío en mis
lecciones de acomodo de elementos de cuando fui cerillo en una tienda del
Seguro Social allá por los noventas, y apelaré a que quepa todo en mi calculada
compra, me decía. Así suceden las cosas. Así suceden mis cosas,
sorpresivamente. Aun cuando me muestro elusivo allí está todo, esperando, listo
para encontrarme.
El
viaje le demuestra a uno lo que ya debe saberse siempre: todo es cosmos y es
descontrol. El trajín coloca al mirón donde debe, en ese sitio inmóvil en el
que se sabe parte, diminuta, de esta inmensidad violenta, en medio de los
carros en las avenidas, en medio de los grupos de estudiantes que salen recién
de la escuela y que se mueven como uno solo hacia el paradero del colectivo, al
lado de las parejas amorosas en las aceras, a eso de las nueve de la noche
cuando la ciudad se dispone a dormir, detrás de lo que no se sabe, siempre
volteando poco más de cuarenta y cinco grados, de perfil, para intentar descifrar
lo que viene; siempre dándole un ángulo lateral a la mirada porque, como si
fuera el mismo sol, la realidad no permite que se la vea de frente; el mirón
pues, de reojo, encuentra la manera en la que conviven esa posibilidad y esto
sucedido, así, lento, atemperado por la calma de no tenerlo que controlar todo,
alejado de una órfica responsabilidad, el mirón va a la saga de todo. Así,
lento, ahí, migajeando, cree en ese sitio desde el que mira porque dicen que la
labor más complicada y permanente de la vida es saber o aprende o intentar
situarse.
Aunque
sea yo informal, parece que me preparo para los viajes. Y, aunque soy un
desobligado y un mal planeador del futuro, reconozco que los viajes ‒siempre
de bárbaros‒ son tiempo fuera del sistema vital que
uno haya podido elegir. Es otro ritmo y otra tesitura, otra ciudad y otra
aventura siempre. Así es, el viaje no es la templada monotonía que ya se
comienza a conocer, no es la hora en la que uno sabe que estará aquí o allá.
No.
5 Escrúpulos y jaculatorias.:
Hecho está, necesaria y felizmente hecho.
Bien!!!
Feliz Viaje!!
Las pelis hicieron el viaje más tranquilo. Y qué más tranquilidad que ver, por fin, las maletas en el camión. Jo.
un abrazo.
Luis, ¡los dedazos!
Tal vez algún día lograremos recitar aquel poema tan bonito que te recordaba una tarde: "A fuerza de mudarme/ he aprendido a no pegar/ los muebles a los muros,/ a no clavar muy hondo,/ a atornillar sólo lo justo.//He aprendido a respetar las huellas/ de los viejos inquilinos..."
Mientras tanto, porque somos jóvenes y no nos hemos mudado lo suficiente, acumulemos, je.
Suerte en tu próxima estancia y en las que vengan.
Abrazo,
Yan.
P.d. I'm back =)
Veo que vuelves. Uno siempre vuelve, dicen.
Lo intento, intento los no dedazos.
Abrazote deyaniracc
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- David
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