Son las cinco. Un maitines es lo que rezo, pareciera. Transcribo notas como amanuense de memoria medieval. He despertado lentamente pero muy de madrugada. Creo recordar mi conciencia descendiendo del sueño -ése sí, no lo recuerdo-, pero con un par de elementos en el recuerdo, pensamiento. Desperté pensando en el aeropuerto de Guanajuato. Desperté sabiendo que mi hermana amaneció en Nueva York. La recordé riendo. La imaginé llegando a la gran manzana y he imaginado unas playeras con I Love Nueva York en las que sustituimos mágicamente el corazón por una fresa y el NY por el Irapuato. Ha viajado ayer. Yo, tal vez, con su viaje, he cobrado conciencia del mío. Desde hace un año y medio, poco más poco menos, he emprendido el camino. No daba cuenta de eso. El espejo de mi hermana me lo ha mostrado un poco. Ahora, desde enero, por ejemplo, yo he cambiado de latitud, permítaseme el término, aunque sólo sean unos seiscientos kilómetros. Ayer desperté con la consigna de escribir entonces el diario potosino. Desperté sabiendo que la chica aquélla a la que le llamaba cada año en su cumpleaños y en su santo, religiosamente, nunca me vio. Le parecía yo, quizá pensándolo de a mucho, un amigo gordito, alguien sin intenciones, uno más inofensivo. He pensado en el estudio ése del que escuché hace meses. Decía que si las chicas buscan al hombre de sus sueños, no tanto por su principado o su alta cortesía, sino porque huelan a su padre. He recordado al padre de ésta, en aquel entonces niña, y no, yo no olería a lo que huele su padre. De hecho, lo llevé más allá y no, yo no olería a lo que huelen muchos padres. Recuerdo que F me decía que su padre olía a Old Spice. Se compraba desodorantes de esa marca y se los ponía cerca de la nariz. Por otro lado, yo huelo a algo, creo que más de alguna vez me lo han dicho. Pero no huelo al padre de las chicas. Lo que sí sé ahora es que no, no tenía oportunidades con la chica aquélla que llamé cada doce de diciembre durante años; y una de las razones que me vienen a la mente reside en ésa: no huelo a lo que huele su padre. Otra razón sería, quizá, que simplemente no la prendo, no le significo algo que la vuelva loca; quizá eso también tenga que ver con el olor. De ser así, seguramente ella recordaría mi cumpleaños después de la tercera ocasión de haberme preguntado la fecha, de ser así no sería yo quien le llamase cada vez como si su teléfono se me hubiese tatuado en algún momento memorioso. Aún recuerdo el número, por cierto.
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He comenzado a jugar en San Luis. Algo que echo de menos es el fútbol. En Puebla jugaba mucho, acá apenas comienzo. Ha sido gracias a Neto. Me presentó con su hermano y me han terminado invitando a sus equipos. La primera noche de juego me ha dicho uno de ellos, no tienes pinta, pero juegas muy bien. Yo he sonreído socarronamente. Él sabe que estudio literatura, pero también podría saber que, como todos los morros de nuestra generación, además de pedir refrescos en bolsa o apenas jugar nintendo/ atari con los primos ricos o gringos, lo pasamos todo el tiempo en bicicleta y jugando fútbol en la calle. Podría imaginarlo, me dije. Pero quizá no, quizá no tenga pinta ni de futbolista ni de estudiante de literatura. Es posible que no tenga cara de nada y que vestirme de mí mismo no significa un carajo para la vida cotidiana. Salgo tan poco que ya no noto estas diferencias. Alguna vez me preguntaba por qué los señores salían con albornoz y calcetines, o pants y zapatos. Quizá me esté sucediendo y yo salga a la calle como un bufón.
Como casi cada mañana bebo café. Hoy lo hago algo más temprano, como si se tratara de comenzar un viaje. Uno se despierta temprano siempre en esas circunstancias. Cuando se prepara el viaje en la casa de mi madre, hay una calma que se ilumina con el sonido del auto en la cochera, algo de música en sordina, el rocío de la mañana y la luz de la cocina, amarillenta, que ya tiene sobre la mesa un termo con café perfectamente preparado por mi madre y algo de comer para el camino. Puedo recordar a mi madre en bata cuando no es ella a la que llevamos al aeropuerto, por ejemplo. Me daría la bendición, sí. Si fuera ella la del viaje, vestiría algún abrigo y sonreiría con los ojos chiquitos por no haber podido conciliar el sueño. Yo estaría feliz de ir al aeropuerto. Es un viejo sueño que se renueva cada vez, que ha durado en el semblante de las ilusiones más allá del día de Reyes o las diferentes fantasías que uno pueda tener. Los aeropuertos, las zonas de viaje, aduanas o terminales me seducen. Todavía recuerdo la línea, en Texas, hace unas semanas y compruebo que sí, que me gustan las terminales como lo supe este lunes de miércoles pasado, de madrugada, mientras esperaba mi autobús: es un sitio sin sitio que se puede habitar a las dos de la mañana indiferentemente. Uno enciende su cigarrillo y mira de reojo todo. Se sabe mirado y sabe que quien lo mira lo hace indiferente. Uno es una estampa ya acostumbrada en esos sitios, como lo es para las recepcionistas de hoteles caros. Los amaneceres de aeropuerto me hacen suspirar. Me hacen recordar que uno siempre espera a alguien. Me hacen recordar a mi padre conduciendo como guía de turistas, explicándonos la historia del Cristo en el Cubilete cuando éramos chicos y yo lucía melena de romántico, abundante y despeinada, cuando lucía suéteres como mi hermano e íbamos al aeropuerto por algún tío o tía. Era un evento excepcional, es un recuerdo que me dispara el sollozo que a uno le asalta cuando el aire es demasiado puro.
Soñé con ser trapecista, trompetista o piloto aviador. Luego di cuenta de que padezco de vértigo -al menos hasta el año pasado cuando, recuerdo, supe que había vencido mis miedos- y no podría ser trapecista o funámbulo encima de una cuerda de alambre; necesitaba un poco de talento para lo de ser trompetista y mi memoria auditiva es equivalente a una mujer manejando de reversa; cuando opté por ser un cara dura, un perdedor, un tipo que no competía, dejé el sueño de aviador; me ha dado la impresión desde hace tiempo que caminan tan anchos como caballos percherones porque sienten, como los hombres con sus autos, un falo gigante que surca, además, los territorios de los sueños. Me parece que sentirse piloto aviador da un poco el traste con saberse con un pito gigante y con ello, en una eterna erección monumental, saberse una suerte de rey del mambo y caminar así por la vida. No, no era para mí. No soy un noble de la vida cotidiana. Soy un marginal, un monje, que se esconde tras sus gafas de sol, que ha encontrado como viajar sin uniforme más que el de uno mismo; aunque sueño todavía, alguna que otra vez, con las mascadas de las azafatas de Aeroméxico, debo confesar.
Cambié ese sitio por el del niño que ostentaba sus lindos zapatos ortopédicos que le reunieron burlas e incredulidades toda una infancia. Los niños sarcásticos y tan crueles como la niñez puede llegar a ser, se burlaban de que trajera los zapatos al revés. Los padres, maestros o adultos preguntaban, comprensivos y compasivos -diría yo sintiendo lástima- si me los había puesto uno en un pie, y otro en el otro equivocadamente. Yo, otra vez, con mi melena incontrolable y con mis pies planos en la miradita de niño preguntón, respondía que no, que así era como iban. Fui un niño que no conoció la sensación de los tenis hasta el quinto grado de primaria. Todavía recuerdo mi primer par. Costó 140 nuevos pesos y eran unos L.A. Gear con "foquitos" rojos en los talones. Eran blancos y con vivos amarillos y azules como la bandera de Suecia y no me los quitaba casi para nada. Podría asegurar que hasta dormí con ellos. Seguro mi madre ahorró una lana que no tenían -eran tiempos difíciles, como siempre- para cumplir un sueño a su segundo hijo que veía cómo, el mayor, desde hacía años, usaba sus tenis de basquetbolista y ganaba campeonatos escolares. Quizá fue mi paso del socialismo al capitalismo. Quizá por eso disfruté tanto aquella película que se llama Adiós a Lenin, no sé.
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Ayer ha sido un día para transcribir notas. Recorro la polémica de Amado Nervo y su viaje a París. Campos lo dicta tan efusivo, tan como canción de Sabina de la que uno se roba la impostura y se contagia de la vida canalla. Nervo se iba a París, según cuenta Campos para no irse a suicidar del hastío de la vida. Escribió para la Revista Moderna ya en el barco y, Reyes Espíndola, que lo había mandado por parte del periódico, le cortó la subvención en pleno viaje. La Revista Moderna le entró al quite. Se dice entonces en este libro, que Nervo publicó un bello texto por episodios que se llamó El éxodo y las flores del camino.
Ahora transito por el Estreno de La Bohemia de Puccini en México. Se lee una ansiedad casi orgullosa por contar que ellos eran la obra. La exhibición, la pasarela, el brillo y ser la obra misma que se representa, eso es lo que Campos presume. Ser la obra misma.
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Hace días pienso en tres obras y en un relato que quisiera escribir. Facebook, El Gran Gatsby y El amor en los tiempos del cólera. Podría fácilmente incluir muchas otras. Lo pienso como el gran relato de amor y la carta embotellada que significa al final la vida de ese personaje que encarnan Florentino, Gatsby y Mark Zuckemberg. Aquél que hace su vida en función de una revancha, de una continuada venganza nostálgica contra el rechazo. La falaz idea -de la que dan cuenta al final-, recordemos al Gatsby pensando en lo volátil de su Daysi, pensándolo desde el alféizar de su mansión, dando cuenta del desmadre que se han montado sólo porque él necesitaba sentirse reivindicado ante ella. Pensemos en el Florentino Ariza que se ha guardado para su Fermina Daza. Reviso el texto y me da la sensación de un personaje femenino silente, como atascado, como mudo. La historia concede la venganza a Florentino, pero a Fermina, parece que se la consigna a dejar cumplir la venganza. Y pongamos en escena al chico de Facebook dándole refresh a su estado en facebook esperando a que ella le acepte la invitación para saber de su vida, para ser su amigo. Los grandes proyectos de nuestras míseras vidas nos convierten en eso, en un antagonista que, esperanzado, busca formar parte de la vida del otro, entrometerse, encender algo en la braga de la morra de la que nunca seremos parte. Nos asemejamos a un Felipe que sigue volteando a Europa teniéndolo todo en su reino. Solemos mearnos fuera de la bacinica, solemos elegir lo otro cuando lo que tenemos bien pudiera valer la pena. Estamos condenados, además de al síndrome de Eróstrato, a la triste inclinación insatisfecha de siempre querer otra cosa, como niñas perruchas que ante un par de zapatos nuevos ya en los pies, desean los del aparador. Encarna uno el modelo de perdedor que parecía de una sola época y que, viendo las cosas, es una repetición de esas que la cultura, al menos la moderna, ostenta disciplinariamente.
0 Escrúpulos y jaculatorias.:
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