Puras Mentiras.

Se llama Louise. Nos despedimos castamente en el estacionamiento de su hotel. El mío era una pocilga. Conduje por esa ciudad gabacha hasta dejar a la última de sus amigas. Una delicia ese horizonte, una candidez cervecera la que iluminaba mi rostro. El de ella, una joya, algo inverosímil, como la noche que me colocó allí. Colgaba de mi mirada la centrífuga imagen que oscilaba entre sus piernas enterísimas y su rostro casi de madonna. No llevaba medias negras pero sí pasé un paso cebra al lado de ella. Su francés clarísimo y su carcajada por jugarme la broma sorprenden todavía; preservo este gesto risueño con el que juego ahora. No era francesa. sólo fui su caza de esa noche. Me vio en el bar. Me fulminó con la mirada como recuerdo me ha sucedido algún par de ocasiones, quizá más. Como aquella ocasión de diciembre en la que en medio de una mesa de cantina sentí cómo me jalaba de mi sitio la miradita saltona de una tal Lucy con la que compartí teléfono y de la que heredé la azogadora presencia de sus ojos negros y grandes. Como aquella ocasión en Cuévano cuando la chica cruzaba las piernas frente a un martini y me esperaba por no sé qué razón; leía ella un libro en inglés y yo vestía de mí mismo con ese blazzer despintado que no he enviado a la tintorería porque ella lo usó. Como esa otra vez cuando me despedía una divorciada con el mote de Encanto después de bailar son cubano.
Un chico que la acompañaba se acercó a mí a evidenciar la sugerencia. Yo me columpiaba de mi penúltima cerveza al lado de un anacentrista con el que había estado todo el día. Charlábamos de la deliciosidad de ese lugar: el grupo, el de la armónica, el guitarro: una leyenda incunable encontrar música así en sitios así. Nos invitaron al final de la velada mientras fumábamos en la acera. Nos dijeron, vamos a nuestro hotel. El anacentrista no fue. Su avión salía en una hora. Sus bolsillos vacíos creo que fueron la razón de que no se arriesgara. Yo sí, no pregunté. Sólo caminé guiado por la reflulgente miradita a la que no se le podía decir que no, como rata tras el flautista de Hamelín.
No era francesa pero me enamoró con canciones francesas en el reproductor de su camioneta. La lloro anónimamente mientras repaso a Bubblé y a Camille. Me preguntaba, me incita a escribir. Pero quería razones, quería cifras, es economista. Me dijo que éramos diferentes. Yo pensaba en callarla con un beso. Llegamos al décimo piso del hotel, charlamos en un alféizar, me emputé un poco cuando me reveló que no era francesa, luego me reí como pude. Seguro mi rostro ya arrastraba la noche y el viaje. Ella río y me aplastó el sonido de su rostro alegre y la luz de esa mirada capaz de petrificar a cualquiera. Su frivolidad y sus canciones francesas me dejaron ahí, en esa noche en la que conduje por una ciudad hecha contra tontos. No había manera de perderse, pero siempre encuentro la manera de extraviarme, aunque sea de otras maneras.
Había sido una jornada larga, entre cafés y comida gratis me sostuve. Finalmente en la cajuela de una ram que conducía un gemelo de Harry Potter pasado de kilos, que ostentaba un acento colombiano pero que era de Chihuhua, nos dirigimos al bar. La birra estaba servida y la charla fluyó como fluye todo en torno a la soledad de intelectuales de provincia, tal como se sabe camina todo cuando lo que lo une a uno es la fascinación de la sangre recién conocida y empatada por no se sabe qué razón. Dos colombianos, un salvadoreño, una veracruzana; tres mexicanos y un director de periódico poblábamos ese lugar tan epifánico del que se había hablado por la tarde en esa exposición casi elocuente y muy socarrona.
Fue una noche pero es todas las noches. Fue una sola pero volví a esa celeridad de años atrás en la que uno sobrevive en la sensación de infortunio delicioso en la tabla de un barco pirata. Incité a esa banda escandalosa a hacer la vida, a dejar de sentirse un héroe y a cargar con el tiempo en las libretas y en los libros. En algún momento me recuerdo -quizá lo soñé como todo lo escrito arriba- vehemente espetando los discursos jamás cumplidos, diciendo las palabras como si a quien se las dijera fuera a mí, y quizá fue así porque notaba mi imagen en un espejo, lo hacía de reojo y eso me hace pensar que me dictaba las cosas como cuando uno se mira en las mañanas en el espejo del wáter mientras se piensa el día. Decía yo, a respuesta de esa pregunta que me hacían, que me sentía en medio de algo que no podía desaprovechar. Me sentía un privilegiado con la seguridad de estar en una isla a punto de hundirse. Me presumía con la felicidad de equilibrista debutante pero incapaz de pensar más. Pedía disculpas en medio de una atmósfera que lucía roja gracias a la armónica que se escuchaba al fondo. Apelaba a lo poco que hablo con la gente, a lo mucho que me he convertido en una isla. Y continuaba como si me hubieran dado permiso de darles clases desde un pedestal que me mostraba inoperante ante el tema que era la vida misma. Me movía con la insolencia aquella que dejó perplejo a Eduardo Milán esa noche que llegué tarde a la cena y que me terminé mofando de su poesía mientras me bebía el vino que él había pagado. Me presenté como aquella noche en la que invadimos los bares guanajuatenses y los incendiamos hasta el amanecer con esa mirada canalla de los desvelados. Sabía que ese momento podría reseñarlo mientras sobrevivía a la resaca del día siguiente. Allá, una mañana después, sin el ruido de un rock pueblerino me plantaría frente a un café cargado un par de horas tratando de asimilarlo todo, tratando de sostenerme en pie para abordar el camión que me restaba para volver a mi lugar. Escuchaba como en sordina, a dos tiempos, las voces de la noche anterior y los indescifrables datos de voces femeninas que imaginaba enfundadas en uniformes, pero sobre todo con sus mascadas encantadoras. Yo me escondía tras mis gafas de sol. Tras todo, sólo restaba la resignada contradicción que expresaba con esa sonrisa socarrona de las maldades del niño preguntón.



4 Escrúpulos y jaculatorias.:

carmen jiménez dijo...

Algunas de tus entradas se me antojan auténticamente el inicio de una novela. ¿Para cuándo? Porque cada día estoy más segura que alguien que ama tanto la escritura por fuerza ha de escribir una novela, dos, tres...
Un relato desenfadado lleno de una gran fuerza interior.
Disfruté una vez más de tu narrativa tan genuina.
Saludos.

LSz. dijo...

Me emociono con tus palabras, ya se verá qué dice el tiempo pero con tus comentarios me voy animando cada vez más.
Te dejo un abrazo con la emoción de haber leído esta mañana un poco de Lobo Antunes.

Anónimo dijo...

Luis, qué crónica!No sé si es fidedigna o no, como me dijiste, pero es maravillosa.
Ojalá alguien me cantara canciones en francés. Qué viaje! Felicidades.

Isaura

LSz. dijo...

¡Qué sorpresa Isaura!

Je. Sí, las canciones en francés son la onda.

Un abrazote.

 
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