Mirada volteriana

Vuelvo. Lo hago quizá cuando adolezco de pretextos verosímiles. Cuando sólo se es ya un flanéur, un caminante que desea menearse como pato en la provincia materna; cuando los edificios de la infancia ya ni ruinas son, cuando uno escucha entre las sienes “La elegía del retorno”, varias ocasiones: “Mis pasos sonarán en las baldosas/ con graves resonancias misteriosas/ y dulcemente me hablarán las cosas”, como cuando uno nota que las golondrinas ya no tienen nido en las esquinas de los techos de esa casa, junto al limonero de la abuela.

Vuelve, el que a veces quiere volver, para sentarse en un café y saludar la tarde de sábado con un expresso, o para caminarlas todas las calles que se puedan y reconocer los días aquellos en los que jugueteábamos a la salida de la escuela en una fuente que ahora sólo es cancerbero de un edificio vacío; saldar horizontalmente los cuatrocientos pasos que el instinto dice sería recorrer la grada de un estadio ya inexistente, ya estacionamiento, ya polvo de otras glorias, antiguas y casi en el insondable olvido; de jornadas pasadas, sólo pasadas, como las de mi generación que creció, sonrió y saludó risueña la vida mientras veía llegar, siempre puntual, siempre cada jueves, cada martes, al “Charro” López. Vuelve uno, el que se había ido. Vuelve a buscar a la chiquilla rubia y de ojos como las hojas donde ya no está, donde la veía despachar paletas, allí, donde ahora se lo ve a su padre extrañarla, quizá tanto como melancólicamente la echa de menos a esa chiquilla de secundaria quien vuelve.

Pero vuelve el que no se fue a ver a los que ya no lo pueden mirar a él. Vuelve éste que ve, a dictarle la estatura propia y el peso a un sorprendido escucha que apunta que no estoy tan bajito. Y vuelve uno a recontar los sueños de las noches recientes; a escuchar a aquel “primor decamerónico” que dibuja, ahora con las manos al aire, temblorosas, un París de De la croix y el Liberation, un barrio latino seductor, también un Sena menos romántico que transitable, siempre con la mirada que ahora sólo es sombras. Vuelve uno a sentarse al lado de esa figura pintada en la cama a escuchar acerca de Xilitla y ese surrealismo que se parece cada vez más a la vida, y más allá, donde, en el fondo se escucha también Malher y esa elegíaca maestría en el fracaso, en la equivocación, en el error.

Vuelvo y lo hago para mirar al pintor de la vida moderna de este lugar. Un tránsito ya largo ya menos ingenuo que nunca, ya superlativamente experimentado. Quizá ya un modelo del que él mismo está agotado. El modelo de quien se acostumbró a querer lo que tenía. Que apenas se habitúa a no poder lo que desea.

Vuelvo y miro a Raúl Zárate. Pintor hiperrealista, habitante de lo mismo. Noto a mi hermano mayor curarle las heridas, hacerle preguntas médicas. Le pongo comida en la boca y charlo con él, horas. Resuena para mí el salmo 50, y sueño, junto con él, los mejores días, aquellos en los que desayunábamos huevos a la mexicana y, como hoy, nos contábamos los sueños. Era yo un niño de kínder, tenía puestos mis shorts a cuadros y mis zapatos ortopédicos. No sabía nada, ni que iba a ver edificios caídos ni escuelas abandonadas, ni hombres viejos; no sabía que iba a volver a soñar con la niña aquella, no sabía nada; no sabía que volvería a recoger el pasado hecho muy ceniza. No sabía. No sabía que el olvido y el tiempo y el dolor iban de la mano. No sabía muy bien la lección de ser hombre, finito y frágil. No distinguía tan claramente lo poco que vale la dichosa trascendencia cuando se sobrevive al huerto de Getzemaní a diario, cuando se escucha, insolente y anarquista, un aparta de mí este cáliz.

0 Escrúpulos y jaculatorias.:

 
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