Obituario




Al querido maestro, Renato Prada (1937-2011)

Es raro saber que si uno llegara a volver a donde alguna vez se encontró con esos personajes, ellos ya no estarán. Este sábado, cuando conducía rumbo a la casa de mi madre sólo pensaba en una imagen mientras sollozaba un poco, mientras dedicaba suspiros enérgicos a la memoria de alguien.

Lo que me ha quedado en la memoria es esa imagen frente al ocaso, en medio de la inercia de un hospital, tras el momento en el que habría de morir, derramaba unas lágrimas débiles al escuchar. Escuchaba las voces de alumnos de otros tiempos, escuchaba las voces de sus hijos, la amorosa comprensión de su amada Elda; escuchaba el palpitar de un respirador, la sonaja del goteo del suero; escuchaba los pasos cercanos en la inverosimilitud del tiempo.

Pasarían por sus túneles -entre la vida y la muerte- esos años en Bolivia, esos otros en Estados Unidos o en Francia. Pasarían quizá esos ratos de escritura, esos pasajes que explicaban porqué alguien puede irse así, con esa paz de las lágrimas, tristes quizá, pero un muestrario nítido de la vida, de la sal que alguien ha podido ser para este mundo.

Renato Prada Oropeza fue despedido en torno a la lectura de la biblia, en torno quizá a esta última etapa de su vida en la que todo giraría entorno a la comprensión, al amor, a tomar en cuenta al otro: "Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios y la ciencia entera, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy" Cr. 13.

Cuando le hablaban, en los últimos instantes de su vida, se pudo ver, en otras latitudes cada recuerdo que emergía al evocarlo. No venían a la mente sus logros o los premios, no se le apoltronaban a uno las carátulas de los libros de los que es autor; no aparecía ni siquiera ese mito del que se le hablaba a los estudiantes de literatura cuando jóvenes; no era la eminencia por sí misma la que venía a la mente. Era ese Renato con lentes de pasta que a los chicos de la última generación de clases les vino a cambiar la vida, los hizo sonreír, pero sobre todo, intentar entender cosas, cosas de la vida.

Recordé, perdone el lector el narcisismo de este obituario, ese par de mañanas, ya muy cerca de estos tiempos, en las que Prada conmovía a su auditorio, charlaba con sus alumnos o caminaba sonriente por las calles poblanas. Quizá escenificaba casi sin fisuras este proverbial postulado en el que la experiencia sí que vence a la enfermedad del ímpetu, sí que da vida, sí que tiñe todo de una coloratura en la que se ha dejado de buscar la verdad necia para encontrar los matices de la realidad; se ha dejado de pensar más allá de aquello en lo que se puede y, agustinianamente, ya se quiere lo que se puede, se puede lo que se quiere; se ha encontrado la mesura y la vida para entender lo que se vive. Entonces, supe que había conocido a uno de los inolvidables. Puse atención en dar cuenta de aquellos inolvidables que nos muestran, como a Aureliano Buendía, ese Melquiades, el hielo, una mañana, en Macondo. Era viernes. Eran casi las siete de la tarde. Había sido un día más o menos Pardo y Renato Prada moría en medio de todos aquéllos que lo evocamos ahora, a lo lejos, con cariño y una sigilosa incredulidad de discípulo en viernes santo.

2 Escrúpulos y jaculatorias.:

Damiana Leyva-Loría dijo...

Definitivamente conmovedor...

Una gran pérdida...

Gracias por compartir el post.

LSz. dijo...

Ay Damiana, ahora sí que de quien se habla es lo que también hace que lo dicho resuene. Conmovedor y, para nosotros, un privilegio inolvidable. Seguro lo sabemos después de haber estado cada clase ahí.

Un abrazo.

 
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