Para hablar de Cartas de un sexagenario voluptuoso



Pepita Jiménez, novela presentada en base a un intercambio epistolar entre Don Pedro y su hermano, sacerdote, y el Don Juan Tenorio de José Zorilla, fueron las primeras obras de “Literatura” que leí. Lo hice ya entrados mis quince años y las leí como el castigo de un proscripto. Mi rector de disciplina me llamó a parte y sentenció, si sigues durmiéndote y siendo mala influencia para tus compañeros te vas este mismo semestre. Actos de tan alta soberbia no toleraremos aquí. Antes de llegar a esas ediciones de una colección Espasa-Calpe casi para un museo, repasé los libros corrientes entre los adolescentes. Pero Puedo decir que estas dos obras junto a Marco Polo y sus viajes suscitaron en mí una algarabía casi modélica. Mi inclinación por la literatura española podría haberse atribuido a otros factores siempre. Pero yo reconozco que fue allí que se marcó mi tránsito literario.
Mi novela favorita en la universidad la escribió Carmen Laforet. Una estudiante recién llegada de provincias es la protagonista entrañable de Nada, ganadora de la primera edición del Premio Nadal y educación para cualquiera de nosotros que comenzábamos la vida en un terreno estudiantil y efervescente cargado de una libertad juvenil que se nos transformaba en una orfandad compartida en los cafés, en los bares, en las casas alquiladas. Nosotros éramos esa estudiante protagonista de Nada. Terminaría dedicando el respectivo tiempo de desengaños y tristezas guanajuatenses a repasar textos de Camilo José Cela o a los mamotretos del medio siglo español en los que se podrían incluir Gramática parda de García Hortelano o La reivindicación del conde don Julián, de uno de los Goytisolo. Puedo contar, antes de deshacer esta lista que pudiera parecer una pedantería, que el adolescente que era yo vio iluminados sus ojos preguntones con Las edades de Lulú, un rompimiento en esa solemne literatura española y esa ruda tradición literaria del tremendismo que pude seguir gracias a los malos maestros de literatura mexicana de la facultad que lo hacían inclinarse a uno, insolente, por lo extranjero. Algo de meritorio tenían las imágenes de una adolescente precoz que sin sofisticaciones hacían que uno se mostrara algo ruborizado tras las mesas de una biblioteca. No conocí Madrid o Barcelona por Sabina o por Serrat, lo conocí por los paisajistas de ese entorno, de esa vida, de esa tradición literaria, longeva y diversificada. Lo conocí tras la inolvidable novela de Juan Marsé a la que sigo volviendo cada verano,  tras esa multitud de citas que muestran la historia del que aspira a lo que no debe, que parece repetir lo que Delibes dictaba en alguna obra suya también, “De tejas para abajo, la historia que cuento es la historia de un perdedor”; que nos acercan al lugar al que acuden todas estas historias. Para bien o para mal es la historia del desengaño, un paisaje en el que “la luna, las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas”, se lee en Últimas tardes con Teresa.   
Habría aquí un archivo de citas, otro de experiencias lectoras que dictaban un poco la plana y las líneas de la mano para quien desde la literatura se subsume en el mundo, en la vida. Pero había que esperar a encontrar Cartas de un sexagenario voluptuoso, de Miguel Delibes, cuyo cauce de presentación a base de cartas me ha hecho volver a la primera novela que leí. El Premio cervantes de 1993, narra la historia de una sola voz, un dictado al muro silente que nos construye el mundo novelístico, el parte espiritual de este viejo. Las cartas de este viejo que atiende a un anuncio de una revista sentimental en un consultorio médico nos narran, por su parte, la soledad y las cuitas de este escribiente, su esperanzado deseo de conocer, aun llegada esta edad, la posibilidad del amor. Como en mucho del mundo literario de esta tradición, podemos presagiar que el desengaño es la figura climática en la historia de este sexagenario voluptuoso, de estas novelas que se rigen por el susurro de un interlocutor, que se escriben como cartas que aguardan a ser correspondencia leída, en este caso, por nosotros, los espectadores de esta historia.   


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