Siempre
voy con los perdedores. Le robo estas palabras a Alan Pauls: ya no me extraña
el entusiasmo, la convicción, la determinación ciega con que pierdo o, digo yo,
me afilio con quien sufrirá un revés. La cuerda se rompió con un hachazo que
metió, a poste cambiado en la camarilla de un tiro de esquina, Sergio Ramos, un
campeón desde hace tiempo. Y, luego, vinieron los minutos para esperar a que
llegara la inscripción histórica para ser un segundón. Pienso en lo banal que
puede ser dedicarle tiempo a opinar sobre unas derrotas ajenas, lejanas y
permeadas de otra cosa, pero que son una de tantas con las que me identifico. Y
ahí estuvieron los rayados, un monumento a la frustración, resignados. La
fragilidad del paraíso en la otra esquina, sobre esa parroquia que reunió a
miles, que mantuvo expectantes a millones, un milagro sabatino que ya todos
habrán comentado, se quebró con otro cabezazo accidentado que vino del tesón,
menos que de la creatividad, de Bale. Di María, ese flacucho al que pocos
reconocen en su equipo, había hecho de oruga o de serpiente por la banda izquierda.
Debimos olvidarnos de Godín ganando el salto contra el destartalado Khedira, y
los primeros minutos y la pifia de Casillas y lo que parecía, hasta el 93´,
hacer la faena. El triunfo se veía en el filo de los noventa y cinco minutos y
se esfumó como si hubiera sido realmente un espejismo. No alcanzó. Parecía tan
real, y lo fue, pero fue el Real Madrid el que brincó la barda para campeonar y
ver Lisboa como su conquista.
Hay
tristezas casi dulces que uno soporta por este juego que tiene dos elementos,
lenguajes que lo hacen universal, el amor y las matemáticas. Hubo goles en
contra y mucho desamor en mi caso. Hacía falta un gol al Madrid y eso implicaba
ponerle el entusiasmo del enamorado. Y lo hizo. El Atlético dependía de los
números, o del tiempo, que es lo mismo, y no están, casi nunca, como el tiempo
o el paso de éste, a nuestro favor. No atino a interpretar aún qué avalancha
fue la que se consumó esta tarde en Portugal, lejos de donde escribo. Pero sí
me va quedando claro que, como dice Camus, todo cuanto sé con mayor certeza
sobre la moral y las obligaciones de los hombres, al futbol se lo debo.
Apostarle al amor más que a la aritmética podría ser una lección suicida, pero
quién que se diga hombre no se ha sentido Ícaro alguna vez y ha volado, como esta
tarde Marcelo, el del Madrid, que llora y, que al verlo, me cuesta trabajo,
pero, al fin, acepto, que sea él quien lo hace como alguien que ha alcanzado lo
que no creyó. Mis aficiones deportivas casi se parecen a la vida o a querer
volar, son una apuesta que se pierde. Pierde, en la vida, el hombre porque
elige vivir aunque sabe que no será para siempre. En mi caso, elijo esa
fantasía de jugar sin objetivos, como si se me olvidara de que el juego tiene
vencedores. Luego tomo partido por los que se quedan en la lona. Veo cierta
dignidad en el fracaso, me parece muy humano.
Pero,
a la larga, me entristezco y, siempre, como el hombre pierde, yo pierdo o me
aficiono ineludiblemente a lamentar. Me gustaría seguir pensando que los goles
son consecuencias no objetivos. Hoy ha sido un poco así. El orgullo herido de
los de blanco pudo más que la defensa de quien hace las cosas tan bien como no
se esperaba. Somos víctimas de nuestras autoprofecías y de la incredulidad
acerca de nosotros mismos, como cuando hacemos algo bien, sea lo que sea, y nos
detenemos a corroborar que así ha sido. Ahí, en ese segundo que podría ser una
soberbia disfrazada de duda, el Atlético de ese sábado, versión Simeone, se
trompicó. Dejó de caminar por su incredulidad ante el prodigio que hacía que se
parece mucho al milagro de andar en dos pies. Luego me siento extraño de
confabular respecto de un partido de futbol, pero siempre recuerdo aquello que
lo hace parecerse mucho a la vida. Y puede justificarme pensar que, en ocasiones, las esperanzas no alcanzan
consecuencias como las que uno quiere intuir frente a las posibilidades reales.
Supongo que ser víctima de una experiencia así lo modifica a uno, lo hace saber
de la humildad o de las muchas maneras de tragar polvo. Me gana la emoción y, otra
vez, pierdo. Dejo, mejor, las ideas para otra vez, cuando no estén sepultadas
debajo de ciertos temas, más bien peregrinos, donde uno queda boquiabierto y lo
que diga, sea lo que sea, está demás.
0 Escrúpulos y jaculatorias.:
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