Días de Epifanía.

Aquel día sería, a la postre, de una triste duda, lo recuerdo; de una confirmación desangelada. No me cabía en la cabeza la afirmación. Tenía que preguntar, tenía que hacerlo, pero lo hacía -y esta sensación la recuerdo- con la casi certeza de que mi angustia sería despejada de otra manera. No esperaba la reacción de mi madre, con mirada de pistola, hacia mi hermano mayor. No me imaginaba que la respuesta sería un silencio enojón del que guardo cierta memoria. Distingo, sin embargo, que ahí, al pie de la escalera de la casa materna, a eso de los ocho o nueve años, mis cincos de enero se transformarían en unos días incomprensiblemente normales. Ya no sería tan fácil despertar antes del amanecer, ya no habría esta sensación de tener que portarse bien los primeros seis días del año para conseguir lo que uno pedía, ya no me extrañaría nunca porqué mis padres no tenían la energía para despertar junto con nosotros y salir a la calle a jugar con toda la prole de chamacos emocionados por tanto juguete. Ya no. Tampoco volvería a seguir a mi hermano con convencimiento. Una muralla de reservas estaba ante mí cada que se trataba de él, como ahora. Mi manera de ver las cosas no permitiría, sino hasta muchos años después, escucharle algo a este cabrón después de haber dejado que sembrara en mí la incertidumbre respecto de Melchor, Gaspar y Baltazar.
Ya me había sucedido antes algún percance por ser un epígono del primogénito de mi casa, pero la descorazonada de esa tarde, víspera de la fiesta de epifanía, para mí, fue, sí, una manifestación, pero también una suerte de olvido de las ilusiones. No atino a rememorar la diferencia entre la inocencia y la no creencia de aquellos días. Recuerdo más que dejé de seguir a mi hermano y creo que él lo notó. Lo nota. Acostumbrado a que los menores siguiéramos su ejemplo comenzó a ver en mí a un tipo rebelde que lo mandaba al pito muy pronto, que en la adolescencia haría un club en contra de los hermanos mayores y que conservaba la apremiante consigna de no hacer caso de nada de lo que el mayor mandara, dijera, sugiriera o decidiera. Así fue, así es. En el fondo, sospecho que su vida adulta se trata de una reivindicación de aquellas noticias que, por ser el primero, le llegaban también antes que a uno y él, en esta imprudencia propia de la edad, terminó echando al ruedo antes de tiempo, por lo menos frente a mí. No sé, a veces hubiera querido que algunas cosas o noticias o estupideces de estas en las que uno pierde las ilusiones me las hubieran contado otros; desearía que me hubieran arrebatado las creencias aquellos de los que no dependía mi convivencia vital o con los que mi querencia más bien era circunstancial y no de sangre; me hago una idea de lo que podría haber sido no encabronarme tanto con mi hermano mayor por su imprudencia y por la posibilidad de sorrajarle la culpa a él de la pérdida o de la ausencia de inocencia en mi vida. Sí, posiblemente hubiera sido más cómodo poder tener otros culpables. Pero como son las cosas, por lo menos, mi vida ha sido una suerte de tránsito en el que en algún momento tuve que decidir ir perdonándolo poco a poco y, eso, ahora lo distingo, no terminó por ser tan malo.
Por otro lado, pienso en las consecuencias, no de su noticia, no de sus imprudencias, sino de las mías. Quizá fue antes, pero ahora que escribo esto, también doy cuenta de que esa ocasión fue una de las que me consignaron como un imprudente, como un boquiflojo, como un chico incómodo. Desarrollaría para toda la vida, creo, esta sensación de estorbo y de niño preguntón. Intenté, a la parecer sin lograrlo, alejarme de esta curiosidad y de esa incontinencia de preguntas, y de esta letal impertinencia que me ha seguido por todos lados. No aprendí a callarme, no aprendí a no estorbar, no aprendí nunca a dejarme de sentir un indeseable. No se me hace difícil especular al respecto, creo que soy un tipo que creció aborreciendo algo por un evento como éste. Sí. Pero sobretodo me queda claro que desde esas resoluciones a mis angustias distinguí lo impertinente que siempre seré, que fui. Al menos esa precisa ocasión en la que no me guardé la duda y la escupí mientras mi madre recogía basura en la cocina, simplemente supe que, a veces, como diría Vicente Alfonso en su Partitura para mujer muerta, que a veces es mejor quedarse con la duda y no preguntar.

3 Escrúpulos y jaculatorias.:

Yan dijo...

Dicen los viejitos de los tiempos inocentes de por aquí que hay cosas que no quieres saber, hay cosas que no deberías saber, y hay cosas que no te conviene saber. Yo, como no creo en los tiempos inocentes de ningún lado, sospecho que le debes una a tu hermano, je. Blofeo.

LSz. dijo...

Jo. ¿Qué más que un poco de ternura es lo que uno busca en la vida, eh?

Abrazote.

Yan dijo...

Pero esto iba sobre inocencia e ingenuidad, ¿no?

Para la ternura siempre hay tiempo, recuerda el título de un álbum, también viejito.

Abrazo.

 
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