Besos en primavera

"Paladeaba con placer la memoria de mis errores"

Atlas de geografía humana, Almudena Grandes

Un sábado cercano a las fechas de la primavera, con dos cervezas encima y la pinta del chiquillo de doce o trece años, Paola me eligió como víctima, como discípulo para mostrarme la deliciosidad de los besos en la flor de la adolescencia. Decía ella que yo olía muy rico; yo era un badulaque, mi estatura no le alcanzaba a los rizos. Ella era muy blanca, muy blanca, pero con ojos negros y algo bizca, sólo un poco. Sonreía mucho y le daba por besar muchachos. Era una chica hospitalaria y yo, como siempre, y desde entonces, un chico tímido y sumiso. No fue la única ocasión que nos besamos. Alguna vez, en un parque, también me arrebató unos suspiros con su gesto de befa por mi lentitud ante sus sugerencias, ante mi timidez bovina.

La banda escandalosa la perseguía un poco. Como los perritos suelen olerse el rabo, todos pretendían mearla. Era una chica hospitalaria y eso suscitaba competencias de macho alfa entre los chicos de la secundaria; yo no competía. Me hacía a un lado y elegía los deportes. Quizá por eso, la chica apetecible se dedicaba a coquetearme deliberadamente. Era probable que yo le gustara; también, quizá, le divertía provocar batallas de celos entre el parvulario con acné. No lo sé, no lo supe nunca. No sabía, no sabré tampoco preguntar esas cosas ni ahora ni nunca.

Ella robó mis primeros besos largos y fue una delicia. Uno nunca olvida el vaho de los primeros labios que lo encontrarían en la vida. Son una enseñanza azogadora y duradera. Lo disfruté y ella nunca supo que aún me pongo risueño al recordar ese marzo de hace ya décadas. Fue en una fiesta de cumpleaños de un compañerito. Fue un sábado bajo la mirada inquisidora de la madre de éste, que había sido, además, mi maestra de primaria.

Después de esa tarde, la maestra me ficharía con certezas evidentes como una mala influencia. Aunque ya desde antes no era yo sino un insufrible para la doña. No es que fuera un chico simpático y encantador, pero con ella no recuerdo haber hecho algo que me colocara en el sitio de los indeseables; acaso fue un delirio, una ingenuidad de niños recién salidos de la primaria que no tienen idea de nada. Un fenómeno rarísimo que estoy completamente seguro que ni siquiera se recuerda: la hija de la maestra solía enamorarse de los amigos de su hermano mayor. No sería la única ocasión, pero sí una de las primeras la que me sucedió a mí. Eso valió para tatuarme los adjetivos que llegó a espetar esa maestra sobre mí. Ella no supo que yo estaba detrás de la puerta cuando, con el puño en la cintura y esa voz muy de maestra, me atribuía todos los defectos posibles para un niño de primaria. No se equivocaba. Tenía razón al burlarse de mí por no poder pronunciar la “r” como todos los chiquillos. Insistía con su hija que cómo podía gustarle un niño así, nalgón, orejón y cabezón. Me cogió tirria la señora y no la culpo, la percepción casi tiránica, casi oscurantista, cegada por los intereses maternales, terminaría cuadrando, describía a uno de los tantos que terminamos perdiendo por una cuestión de método. Y no pude quitarme nunca ese tipo de culpas, unas culpas que Eduardo Milán, “el Conde de Milano” como lo conocíamos en aquel lugar en el que bebíamos un poco mientras hablábamos de Marco Antonio Solís y sus canciones, decía que rige la vida del mexicano promedio. Me puso así a mí, en picota. Me imposibilitó, me sitió y me mantuve sentado en el banco de los acusados, de los presuntos culpables y, quizá por eso, me quedé pasmado ante la vida. No lo sé, probablemente por eso me transformé en un mirón, en una pared, en un muro silente, siempre temeroso de tocar, siempre angustiado ante la posibilidad de desencajar algo, de atentar contra la fragilidad de eso que no debo tocar. Eso explicaría también un cierto estupor por los museos, porque refrendan ese grito de las mil voces internas que repite a cada momento “No tocar”.

Para ese sábado de primavera ya estaba yo fichado. Como en show cómico, me presenté en su casa, a una fiesta de cumpleaños y terminé besuquéandome con una rizada y blanca niña a los pocos años de edad. Sí. Era yo entonces un indeseable y no hubo manera de deshacerme del mote, y no la habrá porque la señora terminaría saliendo a revisar cómo iban las cosas y se puso en primera fila para verme en plena exhibición de escandaloso rubor. Firmé mi sentencia.

Alguna vez volví a encontrarme con esa dulce chica llamada Paola. La encontré alguna vez que volví a la ciudad. Ya cursábamos la prepa. Yo acompañaba a un amigo. Hacía mal terció y la pude ver ahí. Ambos dejamos nuestro estado inicial y bailamos un poco. No escuché nunca una voz tan enrarecidamente segura de saber lo que decía, no al menos en muchos años, cuando me dijo, “se te extraña aquí”. Sonreí como pude hasta el final de la canción y volvimos a la fiesta de provincia a comer pastel.

4 Escrúpulos y jaculatorias.:

José Antonio dijo...

Ah... esos besos dados por las chicas con vocación humanística.
Saludos!

lupis dijo...

"cada beso, un terremoto"

lupis dijo...

Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.

jaja recordando mi primer beso..

LSz. dijo...

cada beso, sí, ¡un terremoto!

 
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