El día que no conocí a Chavela Vargas


Ya han pasado varias semanas desde que las crónicas que se me ocurren quedan refundidas, con el peligro de no poder evocar la emoción originaria, en el cajón de los después. Las fotografío en forma de notas que escribo digitalmente en mi celular. Ahí han ido arrinconándose. Temo haberlas perdido. Pável menciona algo muy importante respecto de esa melancólica tarea de historiador, una condena al fracaso. Apresar esas emociones equivale a la certeza de perderlo todo sin haberlo poseído nunca. Pero si no se hace, urgente, corre el ensombrecido peligro de la desmemoria. No escribirlas a tiempo y sin tiempo pareciera condenarlas a no haber ocurrido porque no se les dice. Reviso las notas, funámbulas de unos reglones virtuales con fondo amarillo y veo. Creo que me ha sucedido. Me cuesta creer que no logro, no puedo articular esos momentos que creí memorables. No sé si los platiqué demás, no atino a distinguir por qué, simplemente, no aparecen como memorias sino como pasajes en fuga de los días en la Capital. Quizá estoy contaminado, un tanto, de este ritmo sin freno, pedregoso y en zigzag, pero sin freno. Posiblemente sucede lo que suele suceder cuando, como dice Machado, todo es pasar. La contingencia de mi aparición en cada acto, en tal lugar o en dicho evento es palpable. Soy insignificante, pero lo que me pasa, sigo pensando en el poeta, me toca tanto como para no dejarlo ir. Soy, como en otras pocas cosas, un terco, quiero cristalizar evocando aquello que, acaso irrepetiblemente, se viene a estrellar en mi mirada, miope y morbosa.

Creí que me resignaba a definirme en la ausencia de algo, como Gatsby. Pero no. Presumía de alejarme, pero como cada clausura implica un comienzo, así esta huída se simplificó en un acercamiento. Se acumula tanta vida recorrida que, de pronto, se distinguen muy lejanos los motivos, los recuerdos se empolvan hasta quedar irreconocibles, se guardan.

La monotonía me seduce y los días transcurren así. Popi suele arañar la puerta de mi cuarto que es donde se anuncia el amanecer frontalmente. El lomo de esa casa de enfrente con fachada azul es abatido por el sol. De vez en cuando, juego un poco al cíclope con un viejo de cara alargada, calvo, fuma siempre con los codos sobre la cornisa de la ventana del centro. Siempre admirado por lo inocuo de la vista panorámica, me fascina el ventanal con su simple existencia, abierta y sin cortinas, una invitación a mirar, a veces, a ser mirado por el sol, a cierta hora -increíblemente se escuchan los pájaros- la gata quiere tomar todo lo que pueda de luz. Recorre el cuarto con piso de duela huyendo de la sombra que va recorriendo la mañana hasta el medio día, un cenit que deja sin la lumbre con la que goza la minina ojiverde que de pronto me sorprende con ronroneos cerca de la almohada. Despierto así, encandilado. Leo algún capítulo de la novela que adorne, por unos días, como una práctica surrealista, el pie de la cama en este desierto que habito. Erial que se puebla mínimamente con un librero casi vacío y una lámpara que despide los 75 watts de un foco desde muy abajo. Pasada la mañana, cada día un cometa, abandono la cama de sábanas amarillas que siente mi pesado cuerpo de peregrino descansando mientras la noche todo lo ocupa.  Salto rumbo al baño. Tomo duchas cortas y me presumo desnudo mientras atino a enfundarme en esos jeans ya viejos que suelo usar durante días por una acendrada costumbre de creer que la mezclilla es aguantadora aunque, siempre, cuando veo las estiquetas, compruebo mi autoengaño. Es puro algodón. El rito lo completa la simplicidad de las playeras, también ya parte de un repetido guardaropa, que calzo con el dorso. Libro la barrera de la mañana con un café cargado, a veces cereal, a veces unos huevos fritos. Tomo la petaca con un par de libros y mi diario, también, un poco páramo, un poco casa de citas escritas con tinta de pluma barata. Jalo la chapa, abro. La escalera se me anuncia de bajada. Dejo esa caverna, un reino compartido, inundado de la penumbra de un sitio que parece estar siempre de vacaciones.

Reduzco la suela de unas botas que compré en diciembre con caminatas diarias hacia la Fundación. Firmo, enciendo la computadora, intento no distraerme tanto con el facebook o las noticias. Es imposible algunas veces. Últimamente me entretengo entre capítulos de novelas pendientes, notas a un libro de cartas y la cascada de noticias sobre el periodo electoral. Recuerdo un poco hace seis años. Recuerdo a Fátima. Recuerdo mis pláticas con Juan. Tanto ahora como antes, no logro entender muy bien nada. Intento, deduzco, aventuro maneras de organizar, pero no lo logro. me absorbe tanto, dudo de todo, me pongo bajo sospecha ante mis empatías. Abro un poco la mirilla, practico silogismos, pero la lectura se presenta abstracta y sin prueba científica que la concluya. Como muchos temas de la vida, como casi todo de lo que se nos presenta, es arbitrario y maleable. No hay conclusión posible antes de que suceda. No veo la manera de generar hipótesis que no estén destinadas al fracaso. A pesar de todo, me ha suscitado tanto interés como para botar lo no tan urgente y a veeces lo prioritario por contagiarme de la atmófera feraz en el panorama político. Hay cursos en la casa, los tomo. Paso horas en el cubículo número siete. Hay tardes, como hoy, que podría recitarse sin descanso algún poema de López Velarde.

Pero hay días que podrían no ser un mero ejercicio de estilo como la tarde en la que Carlos Prieto, el chelista, nos contó de sus vocativo por la música. Nos visitó en la casa. Agregó, también, esas divertidas aventuras de miss Chelo, su acompañía en viajes transatlánticos innumerables ya. Recorrió los años de la guerra fría hasta ahora vertebrados gracias al objeto centenario cuyo sonido evoca. Rememoro aquí, como pincelada, esas jornadas extrañas de dar lectura a poetas rescatados por Posdata, una editorial regia que es un poco ese margen que dice lo que parecía ya olvidado. Traigo a cuento aquella tarde de aguacero en la fonoteca donde al margen de diez canciones recorrimos la historia y los secretos de compositores e intérpretes de música mexicana. Fue una tarde en la que, conmovido, pude observar cómo la gente también parecía estar en otro tiempo, como si reconociéramos, guíados por la voz de un crónista revestido de pasado, una canción de cuna, la madalena en el té, el bocado de Ratatouille. Salí entusiasmado esa noche. Recuerdo que caminamos por avenida Universidad y le contaba a Pável, lo mucho que me conmovía porque mi madre solía poner los canales donde pasan las películas antiguas. De ahí conozco algunas canciones. De otras lecturas ciertos nombres. Pende de un hilo invisible de la memoria esa comida que ofreció CONACULTA a los becarios para mostrarnos las bibliotecas de autor en la Ciudadela. Ese día paseamos por un edificio histórico que contiene, ahora, mucha más historia.

Y, hay mañanas como ese sábado, también nublado, que una voz con tono de quelite, desde el fondo de cierta habitación, responde pidiendo descanso.  Dice. Nos dice un ¡sí!grave, casi sufrido. Pável le ha anunciado que volveremos la semana entrante, que se mejore. Joaquín, un barbudo xoloescuincle, entre juguetón y conchudo, nos acompaña a la salida. Las enfermeras temen haberse equivocado con algo, temen no ir a España a fin de mes, temen que la "Llorona" sólo se escuche en pistas puestas para recordar. En la cama, una mujer de cabellos canos y cortos repite, quejumbrosa, que cree estar muriéndose. No lleva las gafas como es habitual cuando se le ve en el jardín. Se descubre y habla a María. Se toca el vientre, miedosa, y lo recorre con las manos apergaminadas, como manchadas. Esas falajes que imagino lentas, me hacen recordar a uno de mis abuelos primero, al que fumaba Marlboro, luego al otro, que fuma Faros o Delicados. Es moreno y un mapa de ochenta y tantos años anuncia en el vulto la vida ya longeva. Esa mañana me sentí ave de mal agüero o algo por el estilo. No cabía de emoción ante tal oportunidad. Pero supe o intuía que algo podría salpicarse de noticias no tan gratas. Esta sensación de indeseable que no me abandona nunca. Es una repetición sin falta. Sabía que de alguna manera esta esperanzada jornada podría ser fallida. Llegamos a la quinta que comparte con turistas de ocasión y un matrimonio de ancianos; la mujer en la otra pequeña casa, a la que vi a lo lejos, dicen, es aquella que personificó a la entrañable "Tucita" de las películas de Pedro Infante. Me daba la impresión de estar en medio de leyendas.  Ahí, bajo el volcán, se consumó el día que no conocí a Chavela Vargas.

Me pasan los días sin lentitud, sin detenimiento, y no logro, quizá porque estoy viviéndolos, detenerme a contemplar. Infiel a mi consigna, veo todo de frente y me azogo. Trastabilleo en mis deseos de seguir de perfil la vida cotidiana. No puedo. Me queda tan sólo la posibilidad de que lleguen los días de futuro donde los recuerdos ocupen ese sitio que se nombra, porque está lejos, obsesivamente.

2 Escrúpulos y jaculatorias.:

Damiana Leyva Loría dijo...

Tal vez este momentáneo mirar de frente envuelva de fascinación la siguiente mirada de perfil, ¿no?

Saludos!

Damiana

LSz. dijo...

Da miedo mirar de frente, no vaya ser una imagen quimérica, que invite, que seduzca, que trague. Abracito.

 
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