Este es el pénútimo relato incluido en Eufemismos para la despedida, Premio Nacional de cuento Efrén Hernández 2012. Mi padre, cuando le leyeron el libro, afirmó que por este relato le habían dado el premio. Especulaba, pero tiene sentido. Este es el relato de un discípulo agradecido. Es un memorial a un Profesor y una carta cariñosa y llena de recuerdos para unos compañeros de primera juventud:
El Rifle
La
fama que le precedía era abrumadora. En nuestros tiempos, salinistas, ya se le
veía cansado, canoso; de su cabeza rizada sobresalía una especie de mollera.
Por encima de la frente llena de arrugas, daba la impresión de tener el cráneo
aguado, como un bebé. Tenía los dientes pequeños y pronunciaba con vehemencia.
Hacía hincapié en los fonemas dobles como en puel-la. Siempre que hablaba latín
frente a nosotros su dicción me hacía pensar en alguien que hablaba algún
dialecto germánico.
Temblaba.
Se notaba mucho el Parkinson cuando caminaba. Era irremediable. Quienes lo
imitaban, veían ese rasgo y lo exageraban. Sabíamos que “El rifle” era víctima
de otra caricatura. Nos divertíamos. Éramos alumnos.
Dos
o tres ocasiones llegamos a verlo con un ojo parchado. Siempre usaba lentes. Su
vista cansada daba una imagen definitiva. Las guayaberas y un portafolio café,
conformaban su uniforme como de otros tiempos, como de moda de película a
blanco y negro, con Arturo de Córdoba como personaje principal. No sabíamos cómo
resistía. Lo notábamos realmente jodido, sin embargo, casi nunca faltaba a
clases. Todo el pinche día dándole vueltas a los salones de aquel lugar.
Llegaba con los de primero “A”. Hacía oración para comenzar la clase, siempre
en latín. Luego, al primero “B”, al segundo “A” y segundo “B”, finalmente a
Tercero. Ahí pasaba hasta tres horas, dependiendo del día. Todo se puede
imaginar soleado, como en primavera que reverdecía en jardines viejos pero bien
cuidados.
Durante
los primeros días de mi estancia, creo que fue en el 97, supimos que cayó de
las escaleras cuando iba rumbo a un salón de clases. Apenas si lo conocía yo.
Apenas si lo recuerdo lejanamente. Lo había visto entrar al estacionamiento del
internado en su auto como bólido. De primera instancia sospeché que era un
cafre, rechinaban las llantas al frenar. Se trataba de su incapacidad para
maniobrar, poca pericia debido a sus condiciones físicas. Algún guardián divino
le permitía llegar más o menos salvo a la escuela. Conducía un topaz color
blanco, madreado de las salpicaderas como si se dedicara a raspar paredes y
bordes. Pareciera, ahora que lo cuento, que le apasionaba mucho dar clases a
alumnillos como nosotros. Ya no estaba en condiciones de conducir, ni de dar
clases. Las avenidas crecían con velocidad de sexenio gubernamental y la ciudad
se poblaba, cada vez más de autos. El tránsito de cualquier colonia hacia el
edificio del internado no parecía fácil, aunque eso no se podía saber porque
éramos algo jóvenes para manejar y estábamos en una ciudad nueva, o al menos
yo, para saber cómo conducir, pero no era difícil imaginarlo cuando el semáforo
en rojo embotellaba centenares de autos justo en la esquina contigua a las
puertas. Él era un milagro al volante.
Le
decían el “Rifle”. Su abdomen prominente delataba la diabetes, aunque sabíamos
de su enfermedad crónica por los rumores que se decían de él más que por saber
características de ésta. Tres ciclos escolares consecutivos fue mi profesor; lo
veía a diario. Murió años después. Él decía que cuando muriera debía cumplirse
una sola voluntad de su parte: quemar su biblioteca. También, cuando pensaba en
esa sombra, nos dijo siempre que deseaba una enfermedad larga para poder
arrepentirse de todos su pecados. Nunca supe si se cumplió.
Años
después, lo recordamos en cada encuentro. Nos reunimos algunos ex-compañeros y
vemos con benevolencia esos días, con algo de vergüenza también, no nos
disculpamos ya esos actos insolentes e irrespetuosos de esos días. Cada vez
repetimos las mismas anécdotas, contamos los chistes del Rifle. Hablamos de él.
En ese tiempo jugábamos a costillas de sus canas aunque no sabíamos muy bien
que ponerse al lado de él a cada foto tomaría aires de reliquia. Fue la primera
ocasión que sentí que tocaba la historia, como parte de algo significativo,
trascendente. Pensaba en esas fotografías que resultaban valiosas, que
capturaron algo icónico, o no, pero que me parecían importantes. Sentía que eso
sucedería de alguna u otra forma como cuando de adolescente repasaba las fotos
en los álbumes de la familia y se veían todos más jóvenes o irreconocibles
porque eran unos bebés, con modas de otros tiempos o sin las arrugas debidas al
paso del propio tiempo, encontraba parientes que nunca conocí más que por las
historias que mi madre nos contaba. Ese viejo edificio parchado donde vivimos
me hacía pensar en ello. Al tercer año, nos avisaron que lo demolerían
terminando el curso. Nos tocó cargar con los muebles a otro lado, un éxodo. Era
un cascarón destartalado que estaba colmado de improvisaciones para lograr
hacerlo funcional o medianamente habitable. Había al menos, cuatro épocas
arquitectónicas visibles de ese edificio que se podían notar en los vestigios
de arquitectura, varias generaciones de las que, por ejemplo, formó parte
inaugural el Rifle.
Nos
relató varias veces la época de la persecución y el sinarquismo. Nos contó que
el Seminario, las clases y los oficios solamente, los hacían en El Sagrario, un
templo en el mero centro de León, Guanajuato, esta ciudad que formaba a sus
generaciones juveniles en pos de la virtud. Las aulas estaban en donde ahora
está la presidencia municipal. Pero no había dormitorios, que debían asilarse
con familias que se ofrecieran, recordaba. Evocó esos años cada que pudo. Él
vivía en la casa de compañeros que le ofrecían el desayuno, la comida, el baño y una cama dónde
resguardarse porque su ciudad natal fue Pueblo Nuevo, a unas dos horas de
camino, quizá más por esos tiempos. Digo esto porque a mí me tocó la remodelación
de las carreteras que, conforme fue pasando el tiempo se ampliaron y se
redujeron las distancias aunque en algunos momentos parecían más de los setenta
kilómetros que los letreros decían hay entre León e Irapuato.
Creo
que él se entregó al Seminario porque la historia de ese edificio fue la suya.
Estuvo en la ceremonia de la primera piedra y, a pesar de pugnar y hacer
panegíricos en favor de la conservación de esa casa cuando la decisión de
mudarlos a todos, vio cómo lo derrumbaron en muy poco tiempo. Escribiría la
historia del Seminario, las casas de formación, sus momentos más importantes.
Los libros me resultaron aburridos cuando se presentaron, pero me acuerdo de un
momento gozoso cuando al ver las fotografías, al corroborar quiénes habían
pasado por la misma casa que nosotros, en otros tiempos. Era irreconocible lo
que veía en esos libros frente a la casa donde habité, los mismos muros en otro
tiempo perfectos ahora salitrosos y siempre humedecidos, parecían tener parches
o improvisaciones que ya no se sabía debido a qué se habían realizado. Apenas
reconocía el edificio al que ingresé, por primera vez, cuando cursaba el
tercero de secundaria. Esa ocasión cargaba un morral verde gigantesco donde
eché lo que creía necesitar para tres días. Me acompañó mi papá. Iba a un
encuentro. Recuerdo que un sacerdote amigo de mi padre nos dejó en una avenida
paralela. La manera de comunicarse entre adultos me parecía confusa. No eran
buenos tiempos desde hacía años, mis padres habían logrado vender la combi
modelo 80 que había sido de la familia por una década para sacar el gasto, mi
madre trabajaba en un despacho, pero mi padre no lo hacía desde hacía un
tiempo. Mi papá le pidió el favor al sacerdote. Nos llevaría a León y nos
dejaría en el Seminario de Belén, una casa vieja junto a un templo que se conocía
con ese nombre. Yo pensaba que ese aventón era algo más que indicarnos en qué
edificio estaba nuestro destino. Nos bajó del coche ahí, indicó con su mano
derecha dónde estaba la puerta de entrada, apenas se despidió y arrancó.
También era un cafre que saltaba los topes impunemente. Nunca supe si porque no
los veía o simplemente le valía madres la suspensión de su bocho. Nunca supe
cómo regresó mi padre a Irapuato, ni siquiera me preocupaba si tenía dinero
para el pasaje o si la terminal de autobuses estaba cerca.
A
un costado había un hotel, el Fiesta Americana. Era divertido escuchar las
fiestas mientras intentábamos dormir temprano. Ahora es nada. Ya no existe el
portón de madera. Ya no hay vestigio de ese pasillo tan parecido a hotel de
película filmada en Acapulco, con un pasaje como si estuviéramos en el Pedregal
de San Ángel: vidrios gigantes, arquitectura moderna, mármol, tezontle y algo
de madera fina pero, para esos días, muy gastada. Recuerdo el recibidor. Tres
sillones estilo despacho de notario público de la década de los sesentas, piso
de mármol, la foto de un egresado de ahí, quizá mostraban orgullosos una
seráfica imagen para jóvenes aspirantes, mientras Juan Pablo Segundo le imponía
las manos. También había una de la madre Teresa de Calcuta en la otra pared. A
quien le tocaba esperar un poco, seguro le invadía la sensación de estar en una
pecera debido a esos ventanales altos y
a la penumbra que se generaba por el pasillo que simulaba a un túnel. Estaba
flanqueado por el comedor que quedaba dividido con otros ventanales de vidrios
chinos donde sólo se podía distinguir la sombra de las mesas en hileras de
ocho, cada una de ellas dispuesta para seis comensales. La loza siempre fue de
plástico y las tazas de peltre. Se lavaban trastes a granel, había una lista de
pequeños equipos para hacerlo, cada uno de nosotros debía hacerlo, al menos un
par de veces al semestre. Pudo ser una experiencia difícil, de manos partidas y
de perderse los descansos pero las monjas cocineras nos premiaban con un pan dulce
y, nosotros, adolescentes en cautiverio, gozábamos viendo las faldas a las
muchachas que ayudaban a las religiosas. En algún lado había una consola. De
vez en cuando ponían música en las comidas, ya no eran los mejores tiempos de
los Bee Gees pero nosotros los escuchábamos. Cuando ya no funcionó la
ambientación de restaurante uno de los directores espirituales nos leía el
manual de Carreño. Era para sentirse en otra década, en otro siglo. Todo en ese
lugar era algo apolillado.
Al
salir del pasillo, oscuro siempre, había unas escaleras. No sé qué haya sido
inicialmente pero cuando yo conocí el sitio, los espacios se habían adecuado
para ser recámaras de los directores espirituales y, en otro lado, oficinas.
Todos con vidrios. La arquitectura en algún momento fue vanguardista, ahora,
obsoleta. Siempre imaginé que hacía mucho frío o que las cortinas debían ser
gigantescas o que la luz debía ser un magnífico despertador casi siempre. Eran
tres pisos, un cuarto, estaba abandonado. Eran vidrios, ventanales inmensos,
unos aparadores.
El
piso desierto lo conocíamos como el palomar. Estaba en desuso pero los nidos de
las aves no lo habían abandonado. Para la comunidad era un escaparate hueco que
alguna vez utilizamos para ensayar canciones cursis de rondalla. La vista desde
ahí era panorámica. Siempre se me antojó ver un amanecer, imagino que la
experiencia podría haberme sorprendido. Se veían, desde ese lugar, las otras
partes del edificio. Si me pegaba a las ventanas, como respirándole al cristal,
mirar hacia abajo provocaba vértigo. Se podía ver el pasillo, una estructura a
gogó que llevaba a los baños y a las canchas de básquet bol y a los bebederos
que estaban justo como si fueran el busto de algún patrono, en el centro de un
muro que daba la idea de ser un mausoleo. De frente al pasillo de la entrada se
podía ver la parte más longeva del conjunto de edificios, una construcción que
parecía de adobe pintada de blanco. Escondía el cuarto de música, la enfermería
y dos habitaciones más. Ahí vivían los encargados de disciplina, de esas
habitaciones nos robábamos las llamadas de larga distancia, algo que nos hacía
sentir que éramos un poco rebeldes, sólo un poco. El cuarto de música tenía las
paredes verde pistache y el piso de loseta amarilla como las casas de las tías
viejas que adornaban los pasillos con helechos. Ese cuarto tenía un sótano
donde había centenares de discos de acetato. A la salida de ese lugar había un
jardín. No recuerdo ahora cómo le llamábamos pero hay una fotografía en la que
lucimos muy jóvenes, casi niños, todos encaramados; creo que la tomaron un
diciembre, aunque no tengo ni idea de quién fue el fotógrafo. Al centro, el
Rifle; en una orilla, Atilano, el psicólogo, otro profesor que se ganó la
simpatía de varios de nosotros, aunque, también, generó la sospecha más bien
verificable de haber sido él quien reportó para los prefectos y rectores
nuestros traumas irresolubles o nuestras aptitudes para no continuar en el
camino vocacional. Los demás huecos de ese marco lo llenamos nosotros, unos treinta
muchachos. Me parecen irreconocibles algunos rostros, incluso el mío. No sé si
podría enlistar cada nombre de los reunidos en esa foto tomada, puedo asegurar,
cerca de la una de la tarde, de cualquier día, ninguno en especial.
El
segundo piso de esa construcción debió tener mayores glorias. En uno de los
cuartos vivía un sacerdote al que conocíamos como el padre fantasma. Nunca supe
más. Pero en toda casa vieja hay leyendas como ésa, un anecdotario que impedía
salir indemne al pavor que daba caminar solo, en silencio y a oscuras por los
pasillos inmensos. Puedo asegurar que debido a esos rumores de aparecidos
muchos jóvenes de varias épocas mearon la cama varias ocasiones. En la azotea
de ese cuarto había unas veletas, también un verdadero palomar: estructuras de
madera adecuadas para que las palomas llegaran a hacer nidos, a comer, a lo que
fuera. Daba la impresión de que se había modificado tanto ese lugar que era
irreconocible saber para qué sirvieron algunas cosas antes. Había un par de
salones y un laboratorio digno de novela de terror. Había mesas largas, muy
parecido al laboratorio de la secundaria pública per o con telarañas de olvido
que lo distinguían. Las mesas de trabajo tenían lavabos, tomas de gas y de
agua, superficies lisas, empolvadas. Había un escaparate de buen tamaño. Se
podían ver reliquias y frascos llenos de formol donde podían distinguirse fetos
y ratas en conserva, en algún momento llegué a pensar que me encontraría con la
cabeza de Pancho Villa. Había osamentas y animales disecados. La larga historia
de ese lugar debió haber sido escalofriante. Trabajar ahí hace pensar en
tiempos en los que no había luz y se invocaban espíritus malévolos, donde
posiblemente sucedieron las historias secretas del lugar, donde se escondían
historias truculentas entre religiosas y sacerdotes: suicidios o exorcismos.
En
mis clases de química nunca nos llevaron a ese laboratorio. Lo conocimos por
curiosos, por buscar el secreto. Yo sólo llegué a entrar dos o tres veces. Pero
me sentí en algún siquiátrico porque las ventanas, no me imagino por qué,
tenían protecciones de maya ciclónica. Muy cerca de la puerta del laboratorio
había una escalera de caracol. Las llegamos a frecuentar unos años después.
Usábamos la azotea por la que se subía desde esa escalera como escondite o
sitio de reunión sin conjura, sólo para pasar el rato. Subíamos cada noche. No
recuerdo nada de lo que llegamos a hablar ahí. Creo que sólo necesitábamos un
poco de espacio, libertad de reunión, transgredir las reglas, los horarios. Los
prefectos comenzaron a seguirnos. Jugábamos a tener un secreto, como cuando se
juega a las escondidas. Era mi lugar preferido. Era el punto más alto. Se podía
ver el palomar a un lado. Había una palmera que sobresalía si volteábamos hacia
el costado contrario; alguna vez la quemamos con luces de bengala de las
posadas. Alguien demostraba lo eficaz que podía ser con la resortera e incendió
las hojas secas de esa palmera estéril. Llegaron los bomberos y hubo algún
castigo. Éramos maldosos, éramos jóvenes. Los restos de un observatorio hacían
las veces de faro. Parecíamos huérfanos subiendo a la parte más alta del dique
decididos a imaginar qué había del otro lado de donde el sol se ponía. También
lo usábamos como tendedero.
El
edificio preservaba sus secretos y su historia. Nos escondía el pasado y
nosotros curioseábamos. Recuerdo haber estado varias ocasiones en lo más alto
de la torre donde en algún momento debió haber un telescopio. Veíamos las
estrellas, una palmera y los otros dormitorios que no hubiéramos podido
observar desde el palomar. También, un jardín pequeño donde cosechábamos
jitomates y cilantro porque las sandías nunca crecieron.
Una
hilera de ventanas albergaba unas cuarenta camas por cada piso. Las veíamos
mientras charlábamos. Recuerdo a Edgar y a Gamiño. No recuerdo qué soñábamos
entonces. Sólo nos gustaba estar ahí. Sólo eso, o tener dónde quejarnos por
barrer todo el puto polvo de un solar terregoso que conocíamos como jardín de
Getzemaní. Hacía honor a su nombre. Se sufría para barrerlo. Dejamos de
escondernos ahí cuando nos esperaba un prefecto para mandarnos al dormitorio.
Optamos por otros lugares.
Algunos
de mis compañeros hacían que el Rifle firmara sus libros de latín o de
literatura en las primeras páginas. No lo esperábamos, aunque en el fondo
sabíamos que una firma o un garabato de él guardaban valor, al menos histórico.
Fuimos la última ocasión en que dictó la cátedra de literatura, la última
ocasión en que declamó poesía frente a adolescentes, la última ocasión en que
soltó las lágrimas en un panegírico. Aún recito a Salvador Novo porque en una
clase con él lo leímos y me sentí conmovió, siempre me sentí alejado aunque no
sabía de qué; creo, aún lo hago: “Único amor ya tan mío que va sazonando el
tiempo, qué bien nos sabe la ausencia cuando nos estorba el cuerpo”, declamaba
yo por los pasillos gigantescos. Guardo mis exámenes de latín calificados con
pulso tembloroso en una caja de zapatos en la que también he incluido mis fotos
de ese tiempo y una que otra carta de algún amigo que incluía imágenes
pornográficas para que no me fuera a hacer puto, decía.
La
educación que recibí ahí era reaccionaria y de ultraderecha, pero no lo sabía.
Pensaba que era lo adecuado. Veíamos que las ciudades se modernizaban y
estábamos de acuerdo en que no fuera Corrales, Solórzano Zavala o Ramón Aguirre
sino Medina Plascencia o Fox los que debían gobernar. No distinguía de esas
cosas pero parece que a esa edad uno busca algo en qué creer, en esos días era
en Cristo, creo. Era emocionante la manera en que El rifle nos lavaba el
cerebro y nos convencía. Infundía la pasión por la vida como él la concibió.
Nos enseñó eso, cómo vivir. Era dogmático. Quizá a eso le conocen como vieja
guardia. Hablaba todavía de bloques y se espantaba con las muestras de la juventud
actual, del cabello largo o los aretes en los hombres. Exigía el íntimo decoro.
Para él nosotros debíamos guardar la moral. Ser rectos y respetuosos de la
doctrina social de la iglesia, algo que me suena ya muy lejano. Nos instruyó en
literatura con el libro de María Edmée Álvarez. Supimos de Neruda, pero no de
Huidobro. Afirmó que Carlos Pellicer era el mejor poeta de México, y nos dimos
cuenta que Díaz Mirón, Amado Nervo y la mayoría de la lista de poetas y
escritores en México habían pasado por instituciones como en la que
estudiábamos y vivíamos. Descubrimos a López Velarde y, creo, no estoy nada
seguro y quizá amaño las cosas ahora, quisimos ser como él. Pensábamos que en
los seminarios había gente memorable. No sé por qué me imagino recitando, con
todo y dedicatoria, “A un imposible” o “Del seminario”, también “A Gloria” como
modernista. Así aprendí a Darío o a José Asunción Silva. Hasta hicimos canción
algún poema de Nervo, era normal que pusiéramos devoción en “si tú me dices
ven” y creyéramos lo que decía el yo lírico.
Su
método dictatorial no sería aceptado por los pedagogos contemporáneos. Pero,
según dicen, ese lugar no era para señoritasyhabía que aguantar el agua fría,
las desmañanadas y las clases militares, aunque quién sabe, luego nos tocó
encontrarnos con detalles que serían una indiscreción si las contara. Algo que
es cierto es que asistía a mi educación sentimental. Encontré virtudes que
debido a la edad de la punzada, como diría mi madre, no entendía, no
practicaba, no tenía intención de cortejar. El viejo era un orador de cierta
moral y me convencía de cómo debía actuar para ser lo que aspiraba a ser, sea
lo que esto significara. Repasábamos a Vasconcelos y su Ulises Criollo o a Justo Sierra en la inauguración de la UNAM como
esos textos fueran contemporáneos nuestros; a Alfonso Reyes, a Méndez Plancarte
o a Edmundo O´Gorman hablando de los cronistas, de los humanistas mexicanos,
parecíamos llamados a evangelizar otra zona chichimeca cuando salíamos de
clase; hablábamos de Landívar y la Rusticatio
Mexicana: la R-rustica-tz-io, puntualizaba. No olvido los regaños para
cualquiera que rompiera filas. No olvido los gritos y los debates con Víctor, a
quien le encantaba hacerlo repelar. Proponía disyuntivas contra la moral,
preguntaba sobre las drogas o el aborto a un mentor que consideraba los besos o
las miradas lascivas vistos como pecado mortal; no olvido, tampoco, la docena
de ocasiones que me tocó me dieran pamba a su orden. Parecía su deporte
favorito.
Enseñaba
latín en mi aula. Nos gritaba todo el tiempo. Declinábamos con ritmo de marcha
o de letanía, como en campo de batalla. Parecía que repiqueteábamos
monótonamente. Repetíamos al cansancio mientras su puño sobre los hombros
estudiantiles marcaba el compás de cada declinación. Memorizábamos. Éramos
también muy jóvenes y ni siquiera recuerdo que yo mismo soñara con algún
futuro. Éramos los enemigos de cualquier profesor. Éramos insufribles. Pero
tenía callo y no sólo nos soportaba, nos mostró su manera de ver las cosas, no
fue difícil convertirlo en ese mentor entrañable que es para mí.
De
esos años me viene la “Bastardía intelectual”, como afirma un sinaloense. Leí
por necesidad. No una necesidad orgánica de lectura. No una pretensión borgiana
o leibniziana de querer saberlo todo. No una necesidad inexplicable de ésas que
las hagiografías sobre Sor Juana o Francisco de Sales o Dominguito Savio
muestran. No. Yo leí porque no me quedaba de otra. Me llamó mi Vicerrector. Me
dijo, muy serio y mirándome hacia abajo, si no encuentras otra cosa por hacer
que no sea dormir en tus horas de estudio o propiciar el desorden entre tus
compañeros, tendrás que dejarnos en diciembre; estábamos en noviembre. El sol
escaseaba y yo acostumbraba a tirarme como lagartija en los patios de la
escuela. Solía dormirme encima de los libros de gramática latina pero ese día
ya no lo pude hacer. Ya no pude incitar a la banda a echarnos pedos o a jugar
rayuela en el fondo del salón.
Un
extraño orgullo me invadió –no hubiera sido mala idea aquella de verme de vuelta
en casa de mi madre– pero pudo más actuar debido a que me acusaban de no cubrir
los requisitos de algo. Pensé en ello mientras bajaba la mirada. Dejé la
insolencia. Me convertiría en un guerrero. Pensé que era tiempo de ocuparme.
Creo que me atraía la idea de ser transgresor, pero no me esperaba el regaño.
Fui medio cobarde porque a ese cierto protagonismo no le había visto
consecuencias y, cuando se avecinaron, me eché para atrás. Quizá de esa llamada
de atención vienen mis ganas de volar bajo, de desaparecer. Me tumbó el
orgullo; en diciembre me hubiera ido a casa si no hubiera sido por algo que me
obligaba a reivindicarme. No podía quedar mal. Debía demostrar que si me iba a
ir de ahí sería por mi propia decisión y no porque me botaran al carajo. Pensé en
ese momento como podía pensar un quinceañero tocado en el orgullo. No podía
rechazarme nadie, no sabía cómo convivir con eso. Fue, quizá, la más importante
ocasión en la que, socavado el ego –sin saberlo yo-, busqué la aceptación tras
una obediencia aparentemente humilde pero colmada con esa bilis del orgullo
herido.
Lo
pongo en perspectiva. Dejar el internado no hubiera sido del todo simple.
Habría sido difícil defenderme frente a todo mundo. Sería un desertor, en
algunos casos un cobarde, de otra manera. En ese tiempo decir que yo había sido
echado también era una vergüenza, ¿dónde quedaba mi honor, pues? Tenía
curiosidad por esta vida. Creo que no deseaba pensar en lo que hubiera sido.
Quería quedarme para comprobar, para que nadie me contara. Pensé en algún
momento que debía llegar al final de ese largo y aburrido proceso de formación,
como solían llamarle. Mi resistencia se inflamaba al pensar que si esto fuera
una carrera yo abandonaría por descalificación. Llegué a pensar que yo podía
ser un corredor de fondo en ese grupo de llamados que recorría con la mirada al
volver de mi regaño. Entré al salón y me comparé con algunos de ellos: José
Luis al que conocíamos como “El papeles”, un tipo llamado al martirio que iba
por la vida con cara de santo Cristo. Veía que era todo un samaritano, ayunaba
en las mañanas, se ofrecía a lavar la ropa de sus compañeros y se sacrificaba
porque, creo, en ese tiempo aspiraba seria y fervorosamente a la santidad como
la que nos platicaban en las clases de religión. Todos querían ser San Esteban
o Santa Águeda, como aquel al que nombraban “Chamín” porque no soltaba la
guitarra para ninguna parte, porque no dejaba de decirlo todo con canciones,
porque defendía aquello de que “cantar es orar dos veces”. Era un tipo
excéntrico aun para lo que llegué a ver ahí. Se fabricaba sus propios zapatos,
cantaba solo todo donde podía, también parecía vérsele estudiar prometeicamente
con resultados desastrosos. No sabía que en diciembre se irían docenas a los
que no volvería a ver. Pero en aquel momento haber salido así, si es que
hubiese sucedido, significaría un fracaso, no quería abandonar el partido sin
tocar el balón. No quería darle la razón a Sergio, quien se había dedicado a
decir que yo no tenía nada que hacer en un seminario. Tomé como ejemplo a ese
Alejandro a quien llamábamos “Tropezón” porque venía de un rancho lejano en
Ocampo. Valoré lo fácil que era para mí irme a la casa de mi madre y quise
hacer un algo devoto de ese tipo con aroma a santidad, con aire de sacrificio.
En ese tiempo los términos sonaban a algo. En ese tiempo parece que había algo
de vergüenza en mí.
Y
no me ilusionó poder encontrarme con mis queridos amigos de travesuras en
secundaria. No me invadió la precocidad de querer desvirgarme pronto. No ayudó
imaginar que le podría entrar enteramente al fútbol. No desequilibraba en el
más mínimo a mi mente la idea de estar a mi antojo y con mis horarios, no sabía
de eso. No hizo mella en mí la idea de entrar a una preparatoria pública donde
encontraría cuanto pantalón relleno y febril y adolescente y en crecimiento
podría encontrar. No ayudó la romántica idea de decirle por fin a Diana o a
Lucero cuánto me gustaban. Tampoco lo hubiera hecho; quizá por eso ni siquiera
valió como posibilidad. Preferí guardar en el baúl de las cosas aquello que no
sabía ni siquiera cómo hacer. Quise conservarlo para mí entre las cosas que
“hubieran sido”. Por eso no aprendí -ni aprendería a decir- las cosas que se
merecían todas las chiquillas que llegaron a llenarme el ojo. Digamos que mi cobardía
o mi timidez abonaron –y en mucho– a mi decisión de mantenerme firme como
candidato a las órdenes nada mendicantes del presbiterio.
Estaba
lejos y, el camino, presumían, era larguísimo. Pero me ilusionaba como alguna
vez me ilusioné con Lucero Razo, una chica, delgadita de ojos pequeños color
avellana que conducía su bocho rojo y destartalado; como sí llegué a soñar con
ser jugador profesional de futbol y no escatimaba en ningún entrenamiento en
potreros áridos; como aún le escribía cartas al fantasma de una Diana esas
tardes de ocio en las que lo último que se quiere es terminar la tarea de latín
o de religión; podía también creer que lograría aguantar hasta el final. Me
sentía testarudo.
No
era difícil creer lo que decía el Rifle. Recitaba con candor los versos que
décadas atrás le dedicara a su esposa. Nos hacía cantar “Morenita” cada día del
cumpleaños de su mujer; lloraba con ello. Sollozaba también cuando recitaba
vehementemente a Darío y colmaba las almas de los treinta y tantos de la tropa
cuando con eco decía, “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!...
Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer…” Ninguno de mis
compañeros podrá olvidar su gesto al hablar de modernistas, de contemporáneos,
de poetas, de historiadores, de cronistas. Nadie podrá olvidar el lerdo
sonsonete del Rifle al dictarnos el Éxodo
en latín o la magnífica Retórica de
Horacio para que tradujéramos por las tardes. Lentamente nos entusiasmábamos.
Aunque creo que no sabíamos bien por qué, hasta sospecho que nos preparaba para
cortejar muchachas en cuanto nos corrieran del seminario.
Como
un breviario terminé haciendo de mi tarea escolar una oración. Me convencí
–bajo amenaza– que para demostrar valor, para convencer a quien me ponía en
tela de juicio, para hacer méritos, pues, debía cumplir. Hacía letra pequeña y
llenaba mis cuadernos de latines y de resúmenes biográficos de escritores.
No
bastaba. No bastó. Me sobraba tiempo. Dediqué horas a memorizar cada coma de la
gramática de Emilio Marín. Yo sí sabía la definición de prosodia o de sintaxis
o de gramática. Terminé con las hojas limpias de mis libretas traduciendo la
biblia o repitiendo en fila declinaciones o verbos transitivos y deponentes.
Recitaba de memoria la clase. Pero seguí encontrando horas muertas para
dormirme o pedorrearme; la leche entera que bebía todos los días me provocaba
eso. No habían llegado los días de la diversidad de productos y ahí sólo nos
servían leche León y, a veces, echada a perder. Años después, fueron los
anuncios de Lala en los cartones de
leche los que me hicieron ver que padecía de algo: era intolerante a la
lactosa, pero yo, en ese tiempo, no lo sabía.
La
vida diletante y de insumisa adolescencia en pleno ocupaba demasiado tiempo,
suplantaba cualquier sueño de porvenir. Habíamos caído allí por azares del
destino, al menos yo. Mi historia no era tan particular como la de otros y no
era digna de transformarla en historieta de vida de Santos. No me parecía a
esos que venían de comunidades alejadas cuya única opción era ésa o el
ejército. No había en mi historia algún cura de ranchería, como con ellos, que
los había invitado, porque el llamado llega de muchas maneras. León era su
experiencia inaugural en una ciudad. La idea de soñar con ser obispo o santo me
parecía inalcanzable, pero siempre vi que otros, desde muy niños, soñaban con
serlo. Llegué a enterarme cosas así. Chicos avejentados desde siempre, vestidos
como sus tatarabuelos con una cruz gigante al pecho. Se peinaban pulcramente y
daban brillo a sus zapatos milicianamente. Eran modosos y les interesaba estar
listos para los actos litúrgicos. Peleaban los lugares en las ceremonias,
buscaban permanecer cerca de las sacristías. Eran como fanáticos de alguna
estrella de rock pero acá los nombres de las bandas eran conducidas por algún
Monseñor. Habían sido monaguillos durante mucho tiempo, como si les significara
una sala de espera para ingresar al seminario llegada la hora. Habían pasado
muchos encuentros de algo que llamaban seminarista en familia. Concebían el
sacerdocio como un sueño, una aspiración, una medalla de oro por ganar. Las
mamás les encargaban el alma de sus hijos. Las muchachas los respetaban y
evitaban cualquier provocación; eran confesores de sus penas juveniles y de su
devoción tentada por la carne. Llegué a saber de algunos cuyos juegos
infantiles no eran el trompo, el yo-yo o las “cascaritas” callejeras. Su manera
de pasar las tardes de ocio después de terminada la tarea consistía en oficiar
misa inventadas. Los puedo imaginar en asamblea, imitando lo que veían hacer a
los sacerdotes. Imagino que vestían casullas y estolas y coreaban las fórmulas
del Leccionario y del Misal Romano. Soñaban con hacer realidad su sueño. Eran
perseverantes.
Recuerdo
haber visto unas fotos. En ellas, varios de mis compañeros revestidos de
sacerdotes. Hallaban diversión haciéndose fotos con báculos entre las manos,
pertenecían a obispos que visitaban la casa. Qué ilusión se veía en esos
rostros con ambiciones pontificales. Usaban solideo o mitra en algunas otras,
saludaban como monseñores a la cámara. Sonreían perversamente, como llegué a
ver sonreír a algunos en ese lugar. No sabían que era la manera de conseguirse
un puesto, dinero, favores, pero ya lo ensayaban, pero ya lo ensayaban.
Pienso
en algunos particularmente. Creo que sabían lo que querían. Sospecho que hay
pocos que saben desde jóvenes, desde niños, a qué dedicarán su vida. Son pocas
personas a las que he visto ir tan decididamente forjando un camino, tan
inamovible. Como si lo supieran desde el vientre materno, magnánimos, como si
fueran tocados por un ángel y no tuvieran otro camino que esa línea recta, esa
flecha veloz que es la vida para ellos. Como lo mandaban las cientos de
historietas con vidas de santos que leí en la infancia como tarea del catecismo
sabatino. Querían ordenarse sacerdotes y a veces me dio la impresión de que no
importaba cómo; creo que no hubo más en sus objetivos. Ensayaban siempre.
Caminaban lerdos, como avejentados por anticipación, sin dudas. Procuraban las
costumbres de sus modelos a seguir. Yo creo que en ese tiempo seguían los
gestos de Juan Pablo Segundo. Los veía caminar como flotando. Intentaban no
hacer ruido al recorrer los lugares, como si eso fuera un símbolo de santidad,
como si la pausa en sus pasos generara un aura de beatitud. Los veía caminar
inclinándose un poco. Siempre me pareció que se trataba de producir
voluntariamente una joroba, como el papa al imitaban, como si cargaran algo muy
pesado. Supongo que habrán llegado a ser lo que desearon o, al menos, han
empezado ese camino. Si llegaron a ser sacerdotes como pienso, puedo verlos
haciéndose fotos donde exudan virtud, también, esto es muy seguro, conducen un
auto del año y se cumplen caprichos de magnate. Si en aquellos días soñaban con
obispados, ahora es muy probable que sueñen con la silla romana, y con estar
tan cerca de la santidad, sueñan que se les reverencia como se hace con los
inspirados.
Siempre
me sentí un poco desfasado. Veía que las vidas de santos eran un poco así. Se
preocupaban mucho por la imitación. Los niños que habían sido antes de la
inmolación y la entrega fiel y cristiana; eran virtuosos, casi predestinados.
Ahora me resulta un poco confuso.
A
mí me era difícil caminar lento, sin prisa. Sentía que debía llegar pronto a
donde sea. Había pasado una adolescencia más bien salvaje, alejada de los niños
que se portan bien, entre reportes de mala conducta y quejas de profesores ni
la paciencia ni la discreción eran virtudes que yo cortejara. Los baños de mi
secundaria habían sido mi guarida casi todo el segundo año. Mi asignación
residía en lavar los baños y que los encargados de mantenimiento me
supervisaran. Era el castigo que nos propinaba un prefecto al que apodábamos
“Matute”. Mis conclusiones extemporáneas me hacen pensar en que sabía algo de
mis secretos con su hija, una muchacha de cabellos esponjados con la que me
llegué a besar, un juego de muy niños que ni siquiera nos decía nada. Ella y yo
habíamos coincidido en la casa de un primo de ella. Pero ahora que ya éramos
adolescentes ni nos dirigíamos la palabra, como si no nos conociéramos.
Habíamos aplicado aquello que conocemos como la poblana: nos veíamos, sabíamos
quiénes éramos, pero nos hacíamos pendejos a la hora de reconocernos. Mi padre
se había tenido que avergonzar la mañana en que aquél, el policía, le había
mandado llamar para darle quejas de mí. Una, especialmente. Aunque yo no era el
culpable, tenía ya mi fama ganada. Un compañerito había nalgueado a una
muchacha en el camión. Me culparon y no fui capaz de rebatirlo. Me agarró
ojeriza, aunque eso ya no me importa. Lo que me causa cierto escozor ahora que
lo escribo es no haberle dicho nunca nada a esa Andrea que me miraba con cierto
rencor a la hora del receso. Fui un cobarde y nunca me acerqué a pedirle disculpas. Era lo que
quería el prefecto, pero como siempre tuve conflictos con la autoridad, no lo
hice; tampoco había aprendido a pedir disculpas. Nunca le dije que yo no había
sido. Había asumido esa culpa cristiana porque, quizá, hubiera deseado
nalguearla y aceptaba con ello la implícita culpabilidad ante los deseos
obscenos. Creo que a esa edad, también, me importaba mucho tener que excusarme.
Esa chica no era fea, era alta y usaba lentes, y por algo se la había nalgueado
mi compañerito. Para esos años de adolescencia ella lucía bien la falda
escolar.
Desde
siempre era yo cabroncete insufrible y sin rumbo. Incluso frente a mis maestras
de primaria. Yo creo que era más bien medio tonto. Siempre me acusaban de cosas
que no recuerdo haber hecho. Ni siquiera era capaz de ser tan maldoso. Pero
ellas prohibían a sus hijos juntarse conmigo por ser mala influencia. Tenía un
pasado como de San Francisco de Asís pero como, todavía yo no era un santo
medieval, los virtuosos, los pontificados, los que cargaban el portafolio al
obispo cada que nos visitaba, eran mis jueces ahora. No se explicaban cómo
había llegado yo a ese lugar. Merecía para ellos una correccional más que ese albergue
de hijos de Dios.
Sergio, creo que se llama, parecía urgir a las
autoridades. Seguro ahora mismo si tuviera el poder me quemaría. Pontificaba en
mi contra. No le parecía yo alguien digno del seminario después de haberme
visto, apenas unos meses atrás, en alguna fiesta. No aceptaba que tuviera
inclinaciones sacerdotales. Sabía que me había dado unos “llegues” con alguna
de sus compañeritas de salón en secundaria y eso era como cuando uno ya no
recogía algo del suelo porque ya lo había chupado el diablo. Supongo que hablo
de ese mismo seminarista moreno que parecía coleccionar fotografías de obispos
y papas como coleccionan estampillas de sus jugadores favoritos otros. Creo
recordar que invertía sus ahorros en camisas con alzacuellos para luego lucirlas
los domingos que nos permitían salir a comprar cosas personales. No era difícil
que un seminarista consiguiera dinero de sobra. Yo mismo experimentaba las
dádivas de los creyentes. Supongo que no se equivocaba. Estoy casi seguro de
que ese lugar era mucho más adecuado para gente como él.
Pero
yo ya estaba allí y terminé dedicando mis horas a la lectura. De esa historia
podría hablar o ya he hablado. Es una historia como la de cualquiera. Cuando
caigo en el recuento recuerdo a Ignacio Solares. Me entusiasmaba Espía del aire. Las historias que me
imagino surgen del cuento, un paréntesis, que duró tres años y que comenzaba
antes del desayuno en esos salones verdes, avejentados, con tanta historia
perdida ahora como se ausentan de pronto todas las cosas cuando se les deja de
mirar en una fotografía o en algún recuerdo como ése de el Rifle o de lo que
creo que fue para mí, la historia a la que, como el poeta a la epopeya, yo le
robé un tajo y lo transformo en postales amarillentas debido más a una
nostalgia impostada que a una verdadera antigüedad; un dolor por el pasado que
no vuelve, algo tonto, pues ya se sabe eso, pero sí una pérdida, la asistencia
privilegiadamente ambigua a las últimas intervenciones de un hombre que ya para
esos tiempos era una leyenda y que, con su muerte, como con la desaparición de
ese edificio, se detuvo a flotar entre las charlas de tipos que alguna vez
salimos de una clase con el Rifle para mirarnos al espejo y prometimos ser lo
que ni seremos, ni podíamos, ni pudimos ser.
0 Escrúpulos y jaculatorias.:
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